RELATOS

 
Presentación de “El Monstruo”:


Este nuevo relato fue recuperado de un antiguo proyecto de mi adolescencia que di por perdido. Decidí incorporar la historia a “Cuentos para asustar en las noches de tormenta” tras una profunda transformación. Tan profunda que no tiene nada que ver con el original.
Es la típica historia donde las cosas no son lo que parecen. Una historia inspirada en el género de espada y brujería pero bastante trastocado por una mezcla de  extraños ingredientes. Tales como la amplificación eterna del dolor, la maldad y el ansia por sobrevivir. Espero que os guste.



CUARTO RELATO:

   EL MONSTRUO


 Muchas lunas antes, Ocbas, el viejo druida,  auguró la fatídica llegada del monstruo.
Los árboles del bosque sagrado, le dijeron, que un ser malvado, vendría montado a lomos del tiempo y las pesadillas.
Algo alteró el sueño del durmiente y  ahora, retornaba tras un largo tránsito de exilio y castigo.
 Ocbas nunca dudó de los árboles.  Desde niño entendió  su lenguaje, pero  a pesar de ello, tuvo dudas y realizo sacrificios, incluso habló con las almas de los muertos.
Finalmente tuvo que admitir la realidad de la situación.
El monstruo llegó y exterminó a los osos, a los lobos y también a los veloces corzos. Después  bajó al valle y mató a gran parte del ganado.
Se hizo asamblea y los ancianos del consejo decidieron enviar a sus mejores guerreros.
El monstruo se los comió y dejó sus carcasas colgadas de los tejos.
Entonces, el propio Ocbas  optó por conjurarlo a que se fuera. No sirvió de nada. Estuvo a punto de dejar la vida y solamente sus mágicos poderes le salvaron de una muerte terrible.
No obstante, el viejo druida volvió derrotado. Su magia no logró derrocar a la oscura fuerza.
Poco después,  Ael  tomó sus armas y partió a buscar fama y gloria. De eso hacía ya muchos días, demasiados quizá, y eran pocos los que esperaban volver a verle.
Ahora era el turno de Lorne, el guerrero más joven del castro, el último guerrero que quedaba.


Había otros hombres, pero no dejaban de ser humildes  caldereros.
Nadie salvo Lorne, sabía de guerras.
Ocbas decía que el monstruo adoptaba las formas que se le antojaban, por eso, unos le vieron como árbol y otros en cambio juraron  vislumbrarle con la apariencia de una cosa informe, echa de tierra y hojas.
El druida aseguró, que había que matarlo bien, no dejarlo mal herido, pues era probable que su esencia vital  terminara mezclándose con las pesadillas de los mortales. Ni siquiera sabía si una cosa así podía morir del todo.
Le dijo que una luz se filtró por su cabeza permitiéndole entrever a través de una grieta, un mundo de niveles y dolor permanente.
El viejo le contó que en otros tiempos, el monstruo fue tomado por un Dios. Altares  de brillante piedra azabache fueron erigidos en su honor. Después, acólitos y templos cayeron vencidos por una maldición. Todo se hundió en un perpetuo olvido. La deidad gusano, fue desgarrada, desollada en parte y y atravesada con clavos. Luego, la encerraron en el interior de una caja y esta a su vez, dentro de otras cajas. Y allí, en su mazmorra de piedra y cristal, le fue dado eterno tormento.


 Lorne, no comprendió las palabras del druida, se perdió en ellas. Tan sólo quiso matar a la aberración.
El monstruo vivía en las regiones más profundas del bosque sagrado. Un lugar poco ahoyado por los pies humanos.
Desde tiempos antiguos, los cazadores lo evitaban y no se atrevían a adentrarse.
Pero Lorne, estaba dispuesto a ahuyentar sus miedos y dar con el cubil de la criatura.
Calculó la dirección, pues aquel terreno era nuevo para él.
Nunca antes osó internarse  tan dentro del bosque sagrado. Las fronteras estaban limitadas por rocas tatuadas.
Avanzó despacio, cauteloso, sin hacer ruido. Sabía cómo hacerlo.
Tenía todo el cuerpo cubierto por fango y musgo.
Su padre Madug, le enseñó a camuflarse con el cieno y calcular la dirección del viento, para no ser olido. Sin embargo, todas aquellas técnicas, no sirvieron de gran cosa, cuando lucharon contra los fieros romanos.
Padre murió como tantos otros.
Un pilum dejó inservible su escudo y una gladius  detuvo para siempre su heroica carga.


Aquellos hombres, pequeños y enjutos, de los que al principio tanto se burlaron, conquistaron castro tras castro, hasta someter toda la región.
Lo hicieron sin luchar con honor, valiéndose de  complicadas artimañas.
Las guerras contra el romano concluyeron en desastrosa derrota.
Hasta las tribus más importantes, los Luggones y los fieros castros de Labernis y Noega,  les debían costoso vasallaje. Todos estaban sometidos a pagarles rigurosos tributos.
Eran años de vergüenza y desgracia.


Lorne corrió a adentrarse entre las ramas.
Marchaba fuertemente armado, con su  pequeña caetra de madera en una mano, dos jabalinas en la diestra y su hacha de doble filo al cinto.
El bosque se fue espesando.
Llovía suavemente y  el cielo permanecía cargado.
Evitó hacer ruido y que la hojarasca crujiera. Las hojas se extendían formando pequeñas colinas.
Estaba cerca.
La penumbra del entorno fue envolviéndole poco a poco.
Por un instante estuvo a punto de encomendarse a Cosus, el dios de la guerra, pero cuando  luchó contra los romanos de nada sirvió.
Padre le dijo que los dioses eran caprichosos. Desde entonces desconfió de ellos. Incluso el gran dios Lug solía ser antojadizo.
De pronto se abrió un pequeño calvero.
El lugar dejó al descubierto un riachuelo cubierto por peñas ciclópeas. Las rocas le hicieron pensar en titanes caídos. No obstante, no se dejó amedrentar y prosiguió caminando con decisión.
El arrollo era oscuro, sin apenas luz. Sus márgenes surgían atiborrados de árboles y vegetación fungosa. Había tanta agua que el paisaje parecía estar enfermo, sobrealimentado a causa de las intensas lluvias.
Escudriñó los troncos partidos, hinchados en la débil corriente pero no halló rastro alguno.
Sus botas se metieron en el agua. Estaba fría, y tuvo cuidado al caminar entre cantos rodados y putrefactas raíces.
Lorne olió las esencias y no captó ningún olor  extraño. Sin embargo, presintió el peligro.
La lluvia atenuó los sonidos.


Lorne se detuvo y volvió a olisquear.
Nada.
Al cabo de unos segundos, reinició su andadura, sin apartarse del río.
El ramaje de los árboles  cerró trozos de cielo oscuro.
De pronto, un relámpago cruzó la negrura y al instante, oyó el  crujido del trueno, rebotando entre los roquedales. Luego, sintió el olor del rayo, lo captó con toda su pureza y sonrió excitado.
Giró despacio la cabeza y justo en aquel momento, lo vio.
Parpadeó confuso.
¿Cómo no lo atisbó antes?
Súbitamente se agazapó tras unas rocas.
El monstruo no olía, o su olor era tan liviano que se confundía con las demás esencias de los alrededores.
Lo estudió con ojos rapaces, controlando el resto de sus emociones.
Ocbas le habló de cómo era realmente. Los dioses se lo mostraron en sus sueños.
Comparó al monstruo con una babosa transparente y sin ojos, un gusano gigantesco con infinidad de filamentos verdosos, de los que se desprendían puntos de luz semejantes a las luciérnagas. Una babosa gorda  que al avanzar quemaba la vida, la roía con sus jugos gástricos.
Tanto fue así, que rompió con la inalterable armonía del ciclo vital. Igual que hiciera el romano.
Y la cosa, fue herida y su cuerpo encerrado y sometido a martirio. Pero esperó y esperó en una terrorífica duermevela que duró milenios, hasta que aparecieron los primeros hombres. Y de ellos se sirvió, pues  incubó sus huevos en sus pesadillas, en sus ideas, y así despertó y encontró la salida del laberinto de las cajas. Se sirvió de los extraños ángulos y descifró las combinaciones impresas en los muros.  
Lorne nunca comprendió tales palabras.   
Estudió extrañado las formas de la aberración y no distinguió nada similar a las visiones del anciano.
Entonces, recordó que el monstruo para sobrevivir adoptaba otras formas y que su verdadera natura, subyacía en el interior.
Dudó por unos instantes y después avanzó despacio, con la precaución de no hacer ningún ruido.
El sonido del arroyuelo le ayudó a moverse mejor.
Aferró su pequeño escudo de madera y las dos jabalinas con verdadera ansiedad mientras buscaba el lugar adecuado para lanzar su ataque.
Lo encontró justo delante, en medio del riachuelo,  donde se elevaban las aguas y descendían en una serie de escalonadas  cataratas.
El monstruo no era demasiado grande, pero su apariencia resultó brutal y amorfa. Permanecía agachado, como si bebiera del río, y su cuerpo estaba compuesto por infinidad de cosas fangosas, barro, vegetación acuática, pequeñas piedras, hojas ateridas a su cuerpo y pelos de animales.
Todo aquello le hizo pensar en una forma de vida antigua y básica. Un ser rastrero, un gusano sin piernas mezclado con ratas y sapos.
De pronto, Lorne pareció  vislumbrar en su postura una muestra de tristeza o soledad pero no se apiadó.
El viejo druida fue tajante al respecto.
¡Mátalo!


El monstruo bebió del riachuelo.
Era el momento.
Indefenso y distraído le pareció, además no podría captar su olor. Su cuerpo permanecía ungido en  arcilla, tal y como le enseñara su padre.
Lorne se alzó, tomó impulso con una de sus piernas un tanto adelantada y arrojó la primera jabalina.
El arma describió una parábola perfecta. Primero ascendió con facilidad y después inició una bajada brusca, fuerte y precisa.
Oyó el gritó seco, rasgado, casi humano.
Por un breve instante no reaccionó, fue como si no diera crédito a cuanto viera. Su venablo acababa de alcanzar el lomo del monstruo. El ser  comenzó a arrastrarse emitiendo feroces resoplidos.
Resultó repulsivo.
No dudó y lanzó la siguiente jabalina.
El arma inició la misma trayectoria y volvió a alcanzar con iguales resultados a la criatura.
El monstruo trató de erguirse, pero las fuerzas le abandonaron y cayó desplomado al arroyo, profiriendo un último estertor.
Lorne sonrió entusiasta.
¿Ya estaba?, ¿había dado muerte al terrible monstruo que durante las últimas estaciones asoló la región?
Sonrió excitado.
Había sido tan fácil.
En aquel momento le pareció escuchar los cánticos lanzados en su honor y sin duda, Aiora caería rendida a su merecida  fama.
Su proeza, sería recordada largo tiempo ha.
De pronto, tuvo miedo  y sacó de su cinturón su hacha de doble filo.
No fíes  de esa cosa-pensó al recordar los consejos del viejo druida- déjalo muerto, mátalo bien.
Profirió un espantoso alarido de guerra y cargó contra la oscura silueta.
Pese la maleza y los peñascos, Lorne tardó muy poco en cubrir la distancia.
El monstruo estaba inmóvil y con la mitad de su cuerpo hundido en las aguas del río. Había poca profundidad, por lo que distinguió parte de sus formas.
Lorne  congeló su gesto de ataque.
No podía ser.
El agua salía sucia, emborronada al deshacer lentamente con su curso, el camuflaje del hombre. Sí, había dado muerte a un cazador, un guerrero diestro en el arte de la batalla.
Contempló sus pieles, sus facciones barbudas, sus pinturas de camuflaje, el fango y la mugre que lo envolvían.
Retrocedió algunos pasos titubeante, sin saber qué hacer con el hacha en la mano.
El rostro  pareció mirarle desde el fondo del riachuelo.
Tenía  la boca en un desconcertante rictus de sorpresa.
-Ael-dijo  a modo de disculpa-
De pronto, la faz marmórea  del muerto se agitó y abrió los ojos. Unos ojos azules, con cien misterios encerrados, sin  ninguna respuesta.
Nunca habían sido amigos, al contrario, fueron fieros rivales, pues ambos profesaron su amor hacia la misma mujer. La bella Aiora.
Lorne atisbó alrededor.
La lluvia era el único testigo de su fatídico error.
De pronto un  trueno crujió envolviendo el escenario y volvió a sentir miedo. Tembló visiblemente.
¿Cómo pudo equivocarse así?
Negó con la cabeza, al intentar encontrar una explicación.
Había confundido las formas fácilmente reconocibles de un hombre, por la de una criatura entre rata, sapo y gusano.
¡Imposible!
Miró confundido los árboles, los únicos testigos mudos de su gran error.
Sólo quedaban  tres cosas por hacer, encontrar al monstruo, darle muerte para resarcirse y dejar que las aguas arrastraran el cadáver de su antiguo rival.
Observó por última vez el rostro del muerto. Ael se mecía entre las ondas del agua y por un momento creyó verle mover los labios.
Lo empujó con el pie y dejó que lo arrastrara la corriente.
Cuando logró dominar sus temblores, buscó las armas del guerrero. Por fuerza, tenían que estar cerca.
En efecto las encontró detrás de unas rocas.
Tomó sus dos jabalinas y volvió a internarse por la espesura.
Acababa de matar a un importante miembro del castro y se extrañó de no sentir ninguna emoción.
Ael nunca le gustó.
La lluvia continuó cayendo.
Advirtió como los sombríos tejos, parecieron rodearle implacables, con sus oscuros ramajes.
El miedo atenazó su corazón.
Lorne avanzó más de prisa, sin determinar ningún rumbo. Sus movimientos fueron torpes, inapropiados en un cazador, pero no le importó. Simplemente quería alejarse del lugar.
Observó los árboles, las peñas cargadas de un musgo extraordinariamente brillante y  de pronto no hizo pie.
Lorne se deslizó con brusquedad por una pronunciada pendiente  camuflada por la vegetación. Intentó aferrarse, pero la lluvia lo hizo todo mucho más resbaladizo.


Llegó  al fondo de la zanja  cubierto de suciedad.
El bosque se cerró aún más y allí abajo, encontró un osario. Eran muchos los cráneos y algunos pertenecían a hombres.
Una extraña malevolencia cubrió el paisaje.
Durante unos instantes, Lorne caminó desorientado, sin prestar atención a sus sentidos. Permaneció estupefacto mirando las calaveras.
Aquel era el cubil del monstruo, sin embargo no adoptó una postura defensiva. Fue como si nada le importara.
¿Cómo pudo confundirse de aquel modo?
No pudo apartarse aquella duda de la cabeza.
Había algo extraño en el hecho de haber asesinado a Ael.
Al cabo de unos segundos sintió un estremecimiento sobre el terreno. Una vibración minúscula apenas perceptible que llegó desde el fondo de la hojarasca.
Sus ojos brillaron rutilantes buscando al ser.
Estaba cerca.
Lorne olió el bosque.
Nada.
La cosa no tenía olor, pero la sintió.
Aferró sus venablos con fuerza y miró el suelo.
Algunas hojas se movieron despacio, muy lentamente.
Súbitamente le llegaron otras esencias, pero ya fue tarde.
Notó un golpe en la cabeza que lo dejó completamente aturdido.
El dolor fue tan intenso que le impidió pensar.
Oyó pisadas e intentó volverse, pero las piernas le fallaron y cayó al suelo.
Lorne no pudo moverse.
Trato de hablar, y al intentarlo, las palabras no salieron de su boca.
Desde un complicado ángulo, contempló a un hombre con un hacha en la mano.
-¡Muere, monstruo!
No supo que pudo significar todo aquello.
Otros hombres aparecieron al lado del primero, portaban hondas y lanzas.
Los reconoció eran del castro. Trató de recordar sus nombres, pero no lo consiguió. Las ideas llegaban, marchaban y se mezclaban raudas unas con otras.
Lorne  intentó decirles algo, pero continuó inmóvil, incapaz de realizar un solo gesto.
La sangre resbaló de su cabeza. Era espesa y pegajosa.
Comprendió que algo fallaba en su interior. Por más que se esforzó no sintió ni las piernas ni los brazos. Sencillamente le fue imposible hacer cualquier movimiento.
Aguardó.  
Vio pies calzados con sandalias.
Desde una extraña perspectiva, distinguió el rostro de un hombre. Estaba horrorizado y en ocasiones le golpeó con su lanza.
No le importó. El dolor no existía. A penas notó las lanzadas.
Más allá, presintió al monstruo, la pérfida malevolencia  que siempre estuvo a su lado.
El monstruo era el temor puro que sintieran desde que la natura fuese formada. Un terror viejo y ancestral, llegado de cuando el mundo aún no estuvo del todo formado. Y ellos, los hombres  fueron la llave que le abrió la puerta.
El monstruo perduró en su letargo, en su prisión del dolor y se adaptó a los cambios. Esperó y descifró los jeroglíficos cincelados en los muros, hasta  ver llegado el instante preciso para encajar las piezas y escapar.
Escuchó el ruido de la hojarasca, los zumbidos, como de mil voces mezcladas en idiomas que no necesitaban de la palabra.
Sí, allí estaba, pero los cazadores, por alguna extraña razón no lo percibieron. Simplemente se limitaron a estrechar más el círculo en su entorno y no cesaron de acosarle ni increparle.
-¡Monstruo, monstruo! ¡hemos matado al monstruo!
Pero, ¿por qué no lo reconocían?
Notó un mareo y su cabeza palpitó de dolor.
De pronto, al cabo de unos instantes, pensó en  Ael y sonrió en un rictus de dolor.
También él fue engañado con ilusiones, igual que todos los demás guerreros que partieron. Ya no quedaba ninguno en el castro, sólo artesanos dedicados a hacer calderos.
Lorne pudo oír con claridad los movimientos del engendro. El monstruo, arrastró su baboso cuerpo semitransparente.
Su presencia se volvió repúgnate, degradada por la peor corrupción.
La frondosidad de la arboleda eclipsó su silueta, sin embargo advirtió como  el monstruo le sonrió. Sus ojos penetrantes, centellearon extrañamente.
¿Por qué le miraba de aquel modo?
Su cuerpo refulgía mostrándole una execrable existencia.
Captó su poder, su culto a la tortura y al dolor de la carne, y antes de morir, lo último que vio, fue la silueta decrepita del viejo Ocbas.
Nadie salvo él,  pudo observar unas pequeñas luciérnagas que envolvían al druida.




TERCERA PRESENTACIÓN:
Este cuento, “El hombre que no quería morir”, es una especie de homenaje a las películas de Roger Corman, al  doctor Caligari y a las famosas historias para no dormir de nuestro gran genio Narciso Ibañéz Serrador. 



 Mi relato tiene un aire a “La Obsesión” y a “La promesa”, ambas historias son de índole macabra y están inspiradas en el entierro prematuro de Edgar Allan Poe.
Naturalmente mi estilo, es completamente diferente y confío en dar un poquito de técnica  al  denominado género de terror.
He tocado el tema de la desesperación ante la muerte con verdadera crudeza. Los motivos, no los sé, quizá una necesidad, una respuesta atroz a lo que ya conocemos.
 La muerte alcanza aquí su grado sublime ante una ridícula negación a la realidad más evidente. El no ser, la nada, la ausencia eterna.
El hombre que no quería morir, no es en realidad un cuento, pertenece a uno novela fraccionada en varias historias, que escribí hace algunos años y que se titula: LA SENDA DEL JUGLAR.
El proyecto no deja de ser una serie de relatos, con un nuevo denominador común, un personaje a lo Gagliostro, (un romero en este caso),  que debido a una maldición, recorre nuestra historia más trágica a través de antiguas romanzas y canciones. Muchas de esas trovas son ciertas, recogen leyendas, crímenes y amoríos de moros y cristianos. Van desde los tiempos del fiero Romano, hasta nuestro presente.
Me llevó unos seis años documentarme, (algunas partes las tomé de viejas canciones, otras escuchando a los ancianos de determinados pueblos donde acontecieron sucesos que aún no se han olvidado)
Todas las historias de la novela son diferentes entre sí, por eso pueden leerse por separado sin ningún problema. Sólo en el conjunto de la obra se llega a comprender la naturaleza del personaje. Por lo demás, son narraciones independientes unas de las otras.
Espero que os guste.
Por cierto (y hablando muy seriamente), recomiendo a todos aquellos que estén pasando por una enfermedad terminal, que no lean este relato.

“- ¿Cómo están ustedes?
Valla, empiezo a sentirme como el tipo ese que sale vestido de smoking,  anunciando la película de Frankenstein. ¿Se acuerdan?
El Sr. Carl  Laemmle opina que no sería correcto presentar esta película sin antes hacerles una advertencia. Estamos a punto de contar la historia de Frankenstein. Un hombre de ciencia que quiso crear a un hombre a su imagen y semejanza, sin contar con Dios.
Es una de las historias más inquietantes jamás contadas, pues plantea los dos grandes misterios de la creación:
La vida y la muerte.
Creo que les estremecerá, puede que les asuste, incluso podría horrorizarles.
Por eso, si alguno de ustedes no desea pasar por un trago así, ahora tienen la ocasión de…
Bien les hemos avisado.”
Perdónenme, siempre he querido hacer esa presentación.
Reconozco que la cosa, se fue de las manos y pecó de exagerada, incluso para aquel tiempo. Hasta el malvado monstruo (Boris Karloff), resultó ser un verdadero caballero inglés. Se encariñó tanto con la pequeña María  (Marilyn Harris), que no quiso tirarla al lago y pidió sin éxito, que se cambiara la escena.
Afortunadamente no fue así. No es que yo tenga nada en contra de los niños, no, no es eso, los aborrezco un poquito pero dentro de lo normal.
Lo siento, no puedo evitar una nueva risa siniestra.
Bueno, sin más, quedan advertidos…
Disfrutad.
Ahora mismo me voy al festival de la vendimia de Visaria, espero que Lon Chaney no se enfade al escuchar nuestras canciones populares, (no suelen gustarle) y tengamos la fiesta en paz.
Y como diría el malvado profesor Pretorius:
-Por un mundo nuevo de dioses y monstruos.

 

TERCER RELATO:
                                      
                 EL HOMBRE QUE NO QUERIA MORIR

                                      
             
Año mil ochocientos noventa y ocho.
En algún lugar de Aragón.

                                                                           
                                                                           
                                                 - I -

Llovía sobre la plaza y hacía frío. Un frío seco, desolador, que invitaba ha quedarse en casa.
Guarecido bajo los arcos de la iglesia, don Gonzalo observó  las casas hacinadas en la pequeña plaza. Surgían como mal hechas, amontonadas y torcidas unas sobre otras.
Se ajustó sus lentes sobre el puente de la nariz. La mayor parte de las veces, no hacia ninguna falta, pero el gesto de subírselas, terminó formando parte de una especie de tic nervioso.
Don Gonzalo, empezó a caminar. Lo hizo con seguridad, pisando fuerte. Sus pasos resonaron bajo las arcadas de piedra. La piedra predominaba en algunas de las casonas que circundaban la plaza.
Observó sus escudos heráldicos que hablaban de tiempos gloriosos que ya no volverían.  Definitivamente, la época del imperio se venía abajo.
Dobló el periódico sin demasiados miramientos.
Las noticias no eran buenas.
La guerra contra los Estados Unidos de América  estaba resultando ser una matanza. “La carnicería”, así la calificaba la prensa. Y con razón, pues muchos eran los caídos.
Súbitamente, las campanas comenzaron a tocar a muerto. Era la hora.
Con gesto metódico, sacó del bolsillo de su chaleco, el reloj y miró las manecillas. Eran las cinco de la tarde. Su hora coincidía con la del reloj del ayuntamiento.
Puntuales en el servicio, aparecieron los del cortejo fúnebre.
Lo contempló con pesadumbre.
Habían  traído un carruaje desde Teruel para el fallecido.
Lo examinó con cierta morbosidad.
La carroza era vieja, al igual que los dos podencos encuadralpados en negro que tiraban de ella.
Los crujidos y requiebros le sonaron a huesos de esqueletos.
Tras el carruaje caminaban los familiares del difunto y medio pueblo. Andaban cabizbajos y en silencio respetuoso.
 En realidad, muchos fingían. Su comportamiento era funcional, se comportaban como los obreros de su fábrica.
Por eso, no se dejo impresionar por los lloros, ni por los ademanes de aflicción.
Sonrió con sórdida expresión.
Entre los aldeanos caminaban algunos caballeros de sombríos trajes y negros y altos sombreros. Nunca antes los había visto, por lo que dedujo que eran  parientes o socios del muerto.
Don Gonzalo se guardó el reloj de bolsillo y esperó.
El sonido profundo, hueco, de las campanas, terminó confundiéndose con los apagados rezos de los presentes. No le gustaron. Sintió un poco de miedo.
No supo de dónde procedía aquella inquietante sensación. De repente, el más oscuro pavor, abrió ante él una zona intermedia, una zona sin sol ni noche, donde las sombras crearon ilusiones impalpables. Allí, las cosas eran absorbidas por una oscuridad perfecta, primigenia.
Intentó desechar el temor.
Lo más sensato fue achacarlo a los desastres mostrados en la prensa.
Sin embargo, supo que había algo más, algo recóndito, algo agazapado en su interior.
Al cabo de unos segundos, la comitiva se detuvo ante la iglesia de Santa Catalina.
El cochero descendió con parsimonia y después, fue hacia la parte trasera del carruaje fúnebre. Apartó las coronas con sus cintas moradas y llamó a los familiares más próximos. Estos, corrieron a prestarse voluntariamente a cargar con el ataúd.
A don Gonzalo todo le pareció ensayado y vulgar. La disposición del escenario continuó transmitiéndole una desagradable sensación de angustia. El cochero, los miembros de la comitiva y las aves que graznaron en el cielo gris, permanecieron extrañamente recortados bajo una lluvia oblicua.
Lo estudió con verdadera curiosidad.
El juego de luces y sombras aportó un irresistible aire romántico.
Hasta la muerte puede ser bella- dedujo escudriñando los acontecimientos, sin poder quitarles el ojo-
Poco después, penetraron todos en la iglesia, salvo el cochero de levita y chistera oscura.
La plaza volvió a quedar desierta.
Para gran alivio suyo, las campanas cesaron de sonar.
El coche fúnebre continuó inmovilizado, como si perteneciera a un paisaje congelado.
Don Gonzalo observó como el cochero, se prestó a refugiarse de la intensa lluvia. Corrió a dirigirse hacia los arcos.
Llegó el hombre mal humorado e inquieto.
Lo estudió con mayor atención.
Se trataba de un personaje larguirucho, algo quijotesco, de cara seca y aspecto impoluto aunque pasado de moda.
Dio algunos pasos bajo los portales, como para entrar en calor y después, sonrió deteniéndose.
-Que tiempecito tan desagradable- dijo con voz moderada y exhalando algunas nubecillas de vaho-.
Don Gonzalo le saludó cortésmente con un leve gesto de su bastón.
- Últimamente, sólo me tocan los peores encargos y para colmo, siempre lloviendo- continuó tras haberse sacudido su levita y la chistera- 
Devolvió la sonrisa al individuo, aunque lo hizo con escaso entusiasmo. En seguida catalogó al personaje como el típico charlatán pesimista.
El hombre le sonrió mostrándole unos dientes grandes, amarillos.
-Perdóneme usted caballero, soy don Francisco Lucena, representante principal del negocio de pompas fúnebres “Descanse en paz”-no acabó de decirlo, cuando sacó de su bolsillo una tarjeta de presentación que mostró momentáneamente y que terminó guardándose en el acto- ¿Con quién tengo el honor?
Le ofreció la mano enguantada presentándose.
- Soy don Gonzalo Llaneza- dijo con regio mirar-.
Al contrario de lo que pensó, el cochero no pareció impresionarse lo más mínimo. Se quedó mirándole sin más.
- Encantado señor.
Don Gonzalo deseó estar sólo. Aquel individuo era de toscos modales. No aprobaba las excentricidades ni los vulgarismos.
Por un instante se volvió para vigilar la puerta de la iglesia.
- No tenga cuidado, aún estarán  un buen rato- se entrometió don Francisco, con una sonrisa torcida y un tono escéptico-.
Don Gonzalo guardó silencio.
         Su periódico crujió débilmente.
         - ¿Malas noticias?- inquirió el cochero mirándolo codicioso-
         Asintió y luego se lo tendió ofreciéndoselo.
- Muchas gracias- dijo sin siquiera desplegarlo-, lo leeré más tarde.
Por algún extraño motivo, el personaje le causó aprensión, quizá fueran sus ojos sin vida ni sentimientos, o tal vez su aspecto larguirucho como de gran araña negra. En realidad no supo cual fue la razón.
- ¿Usted no va a prestar sus respetos?
Atusó su bigote y anhelo estar lejos de allí.
- No, no tengo por costumbre- respondió cortésmente, pero sin ninguna gana de continuar hablando-.
- ¡Hace muy bien!- exclamó extrañado pero a la vez risueño- y por lo que puede apreciar, creo que tampoco tiene usted costumbre de ir a misa, ¿cierto?
- Cierto, don Francisco, cierto- respondió enfadado ante aquella curiosidad tan descarada-
Durante unos breves segundos el cochero construyo una expresión inquietante que le alarmó, pero al poco, volvió a mostrar su sonrisa amarillenta.
- Los curas no sirven para mucho, ¿verdad?, rezan y rezan por la salvación de las almas…- realizó una pausa  larga- que tontería, ¿no cree?
Por primera vez, comenzó a parecerle interesante.
- No deja de ser  una vaguedad, ¿no cree?-inquirió introduciéndose el periódico en uno de sus frondosos bolsillos- le puedo asegurar que ni las misas, ni los rezos de las viejas beatas, le servirán al muerto.   
Don Gonzalo sintió la garganta seca.                                            -La muerte es la nada- concluyó el cochero con cierta teatralidad-
El agua corría abundantemente por los canalones.
-¿Está seguro?
-¡Claro!- exclamó con los ojos abiertos-. Lo he visto miles de veces, es mi trabajo. 
Don Gonzalo asintió invitándole a continuar.
- El final inevitable del hombre, es ese- dijo señalando su carroza fúnebre- No existe otra conclusión  y ninguno de nosotros la podemos evitar.
Un trueno estalló por entre las callejuelas que llevaban a la plaza.
- Señor, no es usted muy optimista.
- Sí, sí lo soy, pero también soy realista, y la única realidad es ese maldito carruaje- añadió poco después con una expresión lúcida- todos terminaremos tarde o temprano subidos a él. Nadie compra o engatusa a la señora de la guadaña. Ella es insobornable, quizá sea lo único realmente puro y fiel  que conozcamos a lo largo de nuestras vidas.
Don Gonzalo lo estudió con profundo interés.
A pesar de haberle tomado por un vulgar parlanchín, el individuo en sí, era un autentico maestro.
- Parece como si admirara a la muerte.
- Y la admiró, de hecho gracias a ella vivo- admitió sin abandonar nunca su eterna sonrisa de bromista-, la muerte nos convierte a todos en iguales. Nacemos y morimos del mismo modo, solos, completamente solos, abandonados a lo desconocido.
A estas palabras comenzó a dejar de llover. Los tonos grises palidecieron hasta convertirse en un blanco sucio. Las nubes giraron en el cielo sin saber donde pararse.
- ¿No está de acuerdo conmigo, señor?
Don Gonzalo se mostró desconcertado. Por algún motivo, se sintió invadido por la tristeza.
- ¿Y la otra vida?- preguntó con aplomo-
Don Francisco quiso medirle.
-¿Cree en la vida eterna?- preguntó extrañado y sin dejar de observar al caballero-. Corríjame si me equivoco, pero usted no es de esos.
Don Gonzalo asintió con pena.
- Son muchos los que se aferran a esas ideas- prosiguió el cochero- la fe les hace engañarse.
 ¡Ah!, cuanto nos gusta complicarnos las cosas. ¿No es mucho más sencillo aceptar lo inevitable?
-¿Y qué es lo inevitable?- interrogó observando cómo salían de la iglesia algunos asistentes con sus paraguas y chisteras-.
El cochero señaló nuevamente su carroza.
- Eso.
Sin ninguna necesidad, volvió ajustarse las lentes mojadas y miró al hombre con atención. Volvió a sentir miedo de aquella silueta negra, delgada y fúnebre, que no dejaba de señalar con el dedo, el macabro carro. Un miedo desmedido e incognoscible, indigno de un caballero.
Estaba ante un erudito de la muerte.
Don Francisco sonrió con retorcida crueldad. Tenía una boca pequeña, de labios finos, y sus enormes dientes sin encías asomaron peligrosos.
Es Caronte-pensó sobrecogiéndose- el barquero.
No supo cual fue la razón de semejante comparación, pero la idea golpeó sus sienes atentado contra el buen juicio.
Pasaron algunos minutos en los que ambos no se dijeron nada más. En realidad no había nada más que decir.
El silencio fue volviéndose pesado y tenso. No obstante, don Gonzalo lo prefirió con creces.
De pronto, el cochero miro a las gentes que salían de la iglesia y tras adoptar un aire resignado avanzó despacio hacia su carruaje.
- Tengo que volver a mis quehaceres caballero, encantado de conocerle- se despidió con cara rígida-.
Se tendieron las manos enguantadas.
- Y gracias por el periódico-apuntó alejándose-
No fue capaz de mantener los ojos del individuo. Eran unos ojos diminutos y negros que hacían que sus ideas fueran proclives a lo macabro. Por fortuna no sintió su tacto.
Retiró la mano y le vio partir hacia el coche.
Efectivamente las gentes ya salían de la iglesia.
Sintió como sus mejillas retornaron a recuperar el color.
El miedo, la repulsa y las extrañas emociones, se desvanecieron al fin.
Consultó su reloj. Eran exactamente las seis de la tarde. No pudo creer lo rápido que pasó el tiempo en compañía de aquel hombre. Dudoso, observó el reloj del ayuntamiento. Las seis.
Desconcertado, observó al comité.
Don Ramón, el señor cura, presidía la marcha custodiado por dos monaguillos de aspecto desaliñado. Les seguían la viuda, los hijos del difunto y una multitud curiosa de vecinos. Como era costumbre la mayoría del pueblo estaba en el evento.
¿Qué tendría la muerte?


La muerte era un don negro insertado a una permanencia injustificada. La incoherencia del dejar de ser, el sin razonamiento, la simpleza del anti ego, el polvo y las telas de araña. La muerte representaba un enigma simple, un secreto prodigado a voces por médiums usureros que calumniaban su nombre, fingiendo adentrarse en lo prohibido. 
Poco después, don Gonzalo se unió al cortejo.
Intrigas, cuchicheos y malas intenciones cayeron sobre él. Hasta el pater, don Ramón, le lanzó una mirada de reproche, por no acudir a la misa de difuntos. No le incomodó. Su mala salud, le eximía de cualquier acto público, incluidos los religiosos.
Procuró buscar a don Germán con la mirada, pero el doctor no estaba entre los presentes.
Al cabo de unos segundos, prefirió ponerse al final de la comitiva.
Miró alternativamente a unos y a otros, sin detenerse en ninguno de ellos. No tuvo que saludar a demasiados vecinos. Le resultaba desagradable escuchar  falsas alabanzas hacia su persona. Las gentes comunes eran verdaderos miserables en busca de sus pesetas. Desde hacía barias generaciones, pertenecía a una familia muy acaudalada. Sin embargo, él nunca fue dado a los negocios. Para él, la necesidad material, carecía de interés. No obstante, su fábrica de fundición marchaba a las mil maravillas. Más de doscientos jornaleros repartidos en tres turnos, estaban a su servicio.
En la fundición elaboraban desde simples bisagras y calderos, hasta piezas de lo más exigentes. Trabajaban la forja y el metal como pocos.
Quería lo mejor. Desde siempre había sido exigente.
Don Federico llevaba todas sus cuentas. Era muy instruido en lo tocante a los números.
A don Gonzalo  apenas solía  vérsele en la fábrica,ni siguiera en los días más señalados. No gustaba de estar en ella. Le deprimía ver a tantos hombres grises y ojerosos, faenando en medio del humo y las canales de fuego líquido dispuestas en las escombreras.
 En ocasiones soñaba con las caras de sus empleados. Sus facciones cansadas y de ojos enrojecidos  surgían como fantasmas en la noche.
Pero así era el mundo y así continuaría siéndolo. Una pirámide perfecta, con un arriba y un abajo claramente definidos.
Miró a los presentes y comprobó cómo le evitaban.
Mejor. Mucho mejor-pensó lleno de satisfacción-
Tan sólo, los caballeros de trajes enlutados y enormes mostachos, le aceptaron con singular indiferencia.
A medida que avanzaban, los nubarrones parecían querer alejarse.
Un montón de hojas  marrones y revueltas invadió parte de la plaza.
Cerró su abrigo. No quería recaer otra vez.
Caminó despacio, bajo las sombras de las casas y el lamento ininterrumpido de las campanas. Su sonido sobrecogía los corazones.
Poco a poco  fueron dejando atrás el pueblo y alcanzaron una parte del campo abierto.
Los alrededores tornaron hacerse herméticos y grises. Piedras grises, cielo gris, sobre una tierra oxidada. El conjunto formó una sensación antinatural.
Don Gonzalo lo examinó confundido, como si deseara encontrar un mensaje, una explicación. No la encontró. Tan sólo y de manera implacable, el cementerio surgió recortado sobre un horizonte plano.
¿Estaría allí las respuestas a sus temores?
Sonrió fijando la mirada en el lugar. Alzado sobre muros y cipreses, el cielo descendía de manera aplastante con vetas y tonos plomizos y cromados.
Se volvió para mirar hacia atrás. El pueblo aparecía con su torre del campanario estancado, perdido, en la más completa inmovilidad. Solo los pájaros seguían revueltos.
Entonces, con paso vacilante, el coche fúnebre detuvo su andadura frente a la verja de la puerta. Encima de la estrecha entrada, una cruz de piedra verdosa limitaba el campo Santo.
La verja fue abierta y el cadáver del que fuera uno de los hombres más ricos de la comarca, don Pascual Merino, fue introducido a hombros en el cementerio.
Doña Isabel rompió a llorar con rabia y desesperación.
Siempre sucedía lo mismo.
Don Gonzalo no faltaba a ningún entierro. En los últimos tres años, había presenciado muchas escenas similares. Todas idénticas. Gritos, lágrimas, desespero, silencio y finalmente impotencia. Era tal su fijación que los rumores se extendían a su alrededor, pero le traía sin cuidado. Aquellos idiotas no entendían de nada y gracias a él, comían y vivían en mejores condiciones que faenando en el campo.
A su lado, un monaguillo  alzó sus ojos inocentes al cielo.
Sonrió al muchacho a modo de saludo. 
Pasó junto al cochero y penetró por la puerta empujando la oxidada verja. Era una verja que por efecto de la inclinación del terreno, siempre se cerraba por sí sola.
Tuvo cuidado con los charcos.
El ataúd fue conducido a una cripta familiar. Curiosamente, la cripta se hallaba al lado de la suya.
Don Gonzalo pudo apreciar que su mausoleo ganaba en mucho al de don Pascual.
Había mandado traer a un arquitecto de Valencia y con él, llegó un cortejo de maestros canteros y escultores. Su cripta era sin el menor género de dudas, la más apreciada.
Ángeles de piedra y serpientes dragón, decoraban con notable suntuosidad la cúpula gótica de la colosal obra. Resultaba una creación exagerada y fuera de lo normal que llamaba la a atención.
La construyó para ella. Todo para ella.
Allí yacía el cadáver de su difunta esposa, doña Rebeca. Muerta hacía ya casi dos décadas.
A la entrada, una estatua de un ángel, pedía al visitante respetuosidad y silencio.
Caminó en solitario desprendiéndose del resto. Tuvo que evitar con desagrado a don Federico. El pequeño hombrecillo, todo chistera y cabellos pajizos, deambulaba de un lado para otro intentando llegar a él. Pero don Gonzalo se desentendió sin el menor recato. No le agradaba aquel personaje, aunque tenía que reconocer que era muy bueno manejando sus cuentas.
El cementerio surgía desmadejado por un primitivo abandono.     

                                                               

Había zarzas recubriendo lápidas y cruces. Sorteó varias de ellas, deteniéndose ante algunas. Leyó los nombres y reconoció algunos.
Notó como aceleraban los latidos de su corazón y deseó alcanzar el gran misterio.
 Las hojas secas se arracimaban contra el muro de nichos, produciendo una visión vacía e insultante.
 Todo llevaba a la muerte. Cruces y nombres ignorados ya por todos, se resistían a perecer engullidos por la nada, pero su lucha estaba perdida. Los años cubrían de sombras y olvido la memoria de los hombres.
Hacinando teorías, sorteó un árbol y luego otro más, eran árboles tristes, sin apenas hojas y nutridos por la muerte. Un poco más retirado, entre un plegamiento del terreno, se hallaba la  fosa común. Montones de huesos y varios cráneos blancos, sobresalían como vomitados del mundo oculto. Las calaveras estudiaban sin ojos el cielo negro.
Sintió tristeza. Una tristeza absoluta por aquellos seres de hueso.
¿Habrían vivido alguna vez?
Parecía imposible.
Intentó anular el miedo que comenzaba a envolverle.
El cementerio se extendía inclinado y en pendiente. Dedujo por la sencillez de las tumbas que la inmensa mayoría pertenecían a pobres diablos. Seguramente labradores y gentecilla de poca monta. Muchas de ellas carecían de nombres e inscripciones. Estaban condenados a un olvido inmediato.
¿Sería mejor eso,  que perdurar en el recuerdo?, por qué en realidad, ¿de qué servía ser recordado por los demás?
Los que recuerdan también morirán-se dijo cabizbajo y con una extraña mueca en su rostro mofletudo-
Caminó sorteando charcos y barrizales.
Don Gonzalo conocía cada lápida, cada epitafio y rincón singular.
Gustaba de pararse ante la tumba de los dos hermanos fallecidos un año atrás  por la varicela. Juanito y Teresita miraban sin ver desde su amarillenta y agrietada fotografía. Permanecían acartonados y muy juntitos, con aquellos horribles trajes de los domingos.
Ella con un lazo exagerado y él, con un gorrito de paseo.
Ambos muertos, como dormidos en un sueño enfermizo y sin color.
Las fotografías de cadáveres eran un prólogo pueril, una mala parodia a la inmortalidad, el adiós a la carne, a la materia.
Dos lápidas más allá, yacía Antoñito. Fue en vida un zagal malo, de esos que eran temidos por los demás niños. Antoñito maltrataba a perros, gatos y cualquier pequeño que tenía la desgracia de cruzarse en su camino.
Un día, decidió subirse al tejado de la iglesia para atrapar pajarillos en sus nidos, la aventura terminó mal. Algunas tejas sueltas, un poco de lluvia y otro tanto de mala suerte  concluyeron con su cabeza reventada.
En su fotografía conservaba una expresión malvada, amenazante. Serio, con los ojos un tanto entreabiertos y sombreados por sus pobladas cejas, parecía querer insultar a quién le contemplara.
Unos algodones en los orificios nasales delataban la abundante perdida encefálica.
¿Por qué morirían tantos niños?


Los niños eran inquietos como los felinos, se creían invencibles, valerosos, audaces, sin muerte.
Ahora ya no habría tardes de verano para ellos, ni pelota de trapos, ni pan con chocolate. Ahora ya no habría futuro. Pero de algún modo, los envidió. Deseó ser niño para volver a sentirse inmortal.
Suspiró, después contempló las herramientas apiladas de los sepultureros. Se hallaban esparcidas junto a un hoyo medio descubierto con  más calaveras.
La tristeza y el miedo le embargaron.
Partió del lugar  y decidió aproximarse a la cripta de don Pascual.
Afanados en su labor, el enterrador y su ayudante, el albañil del pueblo, terminaron de sellar con ladrillos el ataúd en el interior de un nicho. Luego salieron de la cripta y cerraron la puerta.
Los rezos enfervorizados crearon un eco macabro.
Todo había acabado.
La muerte los cubrió con una afrenta detestable.
La viuda lloró más aún, sus palabras rebotaron en el cielo y los cipreses.
- Mi Pascual, mi Pascual…
Las plañideras se unieron a su llanto y tiraron flores, y los caballeros desconocidos, se quitaron sus sombreros para darla el pésame.
El ambiente se cargo.
Por un incomodo momento don Gonzalo, creyó adivinar lo que pensaban los allí reunidos. Estaban impregnados por la misma idea.
¡Escapar!- se dijo- Escapar de la muerte.
Convertirse en un súbdito fiel del tiempo.
Pero, ¿cómo?, ¿quién podía eludir a la oscura presencia?
Era el dilema más antiguo, el principio elemental de físicos y alquimistas, la eterna búsqueda.
Fijó sus ojos en el cura y lo imaginó dando la extremaunción, postrado ante la cama del moribundo.
Sus ojos negros, intensos, la Biblia en la mano, una estola púrpura colgada del cuello y los ecos del responso en los labios. Y después, un patético ¡Ego te absolvo! , la espera impaciente.
¿Sería Dios la realidad, la permanencia?
No pudo soportarlo y salió del lugar.
El olor de las flores se volvió dañino. Olía igual que la habitación de Rebeca.
Su bastón desprendió trozos de tierra húmeda.
Pudo apreciar cómo le observaban y cuchicheaban.
Hablaban de él, lo sabía. Era el señalado.
Hundió sus ojos en algunos. Le miraban con esa mirada insensible de los que aguardan un desenlace.
Sí. Sería el siguiente.
Lo sabían.
A penas pudo moverse. Ya nada importaba.
Su carne, su materia, sus células y átomos pedían sepultura, era el final de un tiempo, un proceso acabado.
De todos era sabido que le quedaban tan sólo tres meses de vida.
                 
                                                     
                                    
                                            - II –

- Dicen que cuando uno muere, ve cruzar su vida en un instante- dijo don Gonzalo utilizando unos términos inequívocos-.
Don Germán lo miró a la par que se frotaba las manos. Hacía frió. El calor producido por la estufa resultó insuficiente en un local tan amplio.
- ¿Y usted, que piensa?
El médico  guardó silencio, pero después optó por asentir y defender las palabras de su amigo.
-El cerebro retiene los detalles más insignificantes- recalcó con una expresión demasiado seria-. Incluso los menos relevantes. Al parecer, todos los recuerdos quedan grabados y cuando se produce el óbito, renacen en unos segundos.
Don Gonzalo optó por acomodarse en la silla. Miró al doctor y frunció el ceño.
- Pero, ¿cómo es posible? una vida es demasiado larga  para transcurrir en tan poco tiempo.
Don Germán le devolvió una mirada apagada.
-  El tiempo, esa es la clave- dejó caer  señalándolo con el dedo y cabeceando afirmativamente-.
Don Gonzalo procuró comprender el significado de la respuesta.
         - ¿El tiempo?-preguntó desalentado-, ¿qué le pasa al tiempo?
         El doctor se rascó el mentón.
- Pues que en su percepción está la verdadera realidad - repuso sin abandonar su aire triste- ¿Quién nos asegura que los días o los minutos pasan de igual manera en cada uno de nosotros?
         Don Gonzalo le estudio interesado.
         - Pero eso no deja de ser un estado psíquico…
- Se equivoca- atacó de pronto-, también puede ser físico. De hecho, existen mariposas que alcanzan a vivir un día, quizá una de nuestras horas represente en ellas diez años.
La estufa, oscura y panzuda, empezó a humear un poco. Algunos clientes del café “Colonial” hicieron notar sus quejas.
- Entonces, ¿cuándo nos llega la hora, cambia la percepción del tiempo?
- No podría afirmarlo, pero son muchos médicos los que aprueban esa teoría.
Don Gonzalo calló por un rato. Había llevado a don Germán a su terreno, a su reflexión más oscura y recóndita y deseaba mostrársela sin dejarse nada en el tintero.
Su enfermedad le hacía ser mezquino y malvado.
Ahora, don Gonzalo  aplicaba a sus tertulias una demagogia refinada y sutil que irritaba a los que compartían mesa y conversación con él.  
- Imagine por un momento que esto no fuera real- habló utilizando un tono bajo y hostil, a la par que abarcó con los brazos la extensión del local –
Don Germán observó el rostro de su amigo.
         - ¿Qué quiere decir?- inquirió sin saber seguirle-
- Piense por un instante en que todas estas percepciones que recibimos no dejasen de ser un recuerdo. Un recuerdo fugaz y recóndito, un pensamiento  almacenado en su cerebro minutos antes de morir- sus ojos se llenaron de vida-. Imagine que en lugar de encontrarse aquí, esté postrado en su lecho de dolor, ¿quién podría demostrar lo contrario?
Don Germán sintió frío, hasta él llegó un olor a tierra, un olor a cripta y flores marchitas.
- Por Dios, don Gonzalo… no siga por esos…
- Imagine- continuó interrumpiéndole - que el local en el que nos encontramos, junto con sus clientes, sus colores, sus objetos y hasta yo mismo, no existamos en un tiempo real, imagine que subsisten tan sólo en un recuerdo suyo, un pensamiento  proyectado por la química alterada de un cerebro enfermo y moribundo. Su propio cerebro. Imagine estar tumbado en su lecho de dolor, con sus familiares, el señor cura y los monaguillos a su lado dándole la extremaunción.
Don Germán titubeó.
-Pero, ¿dónde quiere llegar a parar?
-Sí cuanto le he dicho fuera cierto, todo esto no dejaría de ser un recuerdo fugaz, un escenario imaginario…y ese recuerdo bien podría pasar por  una vida entera, ¿no cree?, sería como jugar con la inmortalidad congelando un sólo instante de la vida.
El doctor sintió otra vez el frío. Las palabras de don Gonzalo no tenían ni pizca de gracia. Más pese a ello, resultaban de lo más interesantes.
Sin embargo, admitirlas era renunciar a la cordura y adentrarse en la peor de las locuras.
- No, no puede ser- exclamó aturdido-
Don Gonzalo sonrió a su amigo y después, se entretuvo en mirar por el cristal empañado de la ventana. Fuera, ya en sus recuerdos, ya en la realidad, hacía un día negro, muy oscuro.
La incesante lluvia logró amortiguar los demás sonidos. Contempló las burbujas reventando en el suelo embarrado, las miró divertido. Estallaban con descaro, y le hablaron de un mundo primitivo y lejano, un mundo sin dolor, sin miedos ni muerte.
Tuvo la certeza de que debía de existir un lugar así.
-No quiero morir- reconoció, tras beber un sorbo de chocolate-
Y es que la muerte significaba para él la parálisis perpetua del tiempo. Un tiempo sin fechas, sin matemáticas. No podía resignarse a semejante vacío.
                                                                                                                    

En el interior del café de don Braulio, nadie, salvo su amigo, oyó el comentario.
Don Germán sonrió vagamente. A veces, odiaba ser médico.
Era demasiado sensible y su profesión exigía no serlo, o al menos, no tanto.
Cayó prosternado sobre el respaldo de su silla sin saber que decir o responder a semejante confidencia.
Don Gonzalo miró otra vez por el cristal, examinó la plaza, seguía lloviendo y estaba a punto de oscurecer.
Un carruaje cargado de sacos ocultó por unos instantes a una pareja de guardias civiles.
Al cabo de unos segundos, lanzó un suspiro. Fue como si su confesión le hubiese desprendido de un gran peso.
- No, no puedo morir -percibió su propia estupidez cuando habló de nuevo-
Don Germán disolvió con la cuchara su terrón de azúcar y continuó  callado, contemplando  su humeante taza de café. Las estelas de humo, ondularon ante sus ojos.
El doctor suspiró y aguardo resignado.  Estaba acostumbrado a los inoportunos comentarios de don Gonzalo. Sabía que llegarían más. El silencio no significaba más que una tregua.
- La vida es demasiado hermosa como para desprendernos de ella. La muerte carece de cualquier sentido.
El doctor, levantó la taza y dio un pequeño sorbo.
- En realidad, sí que lo tiene- resolvió la cuestión con naturalidad colocando la taza en la mesa-
Don Gonzalo, le observó entre sorprendido y enfadado. No obstante, respetó las opiniones de su amigo. Era un hombre inteligente, culto y meticuloso en su trabajo.
- ¿Tiene un sentido la no existencia?-  espetó de golpe-
El médico del pueblo mantuvo su postura firme y rígida en la silla. Era una postura de caballero que dejaba entrever cultura y autoridad.
- Formamos parte de un ciclo evolutivo- dijo sin esperanzas, pues difícilmente lo convencería-, es tan simple como eso.
- Entonces es un ciclo estúpido y cruel- replicó empeñándose en ello-, ¿no cree?
- Por lo general  la naturaleza suele ser sabía- afirmó con tristeza- el problema somos nosotros.
- ¿Nosotros?
- Sí, nosotros- reseñó con voz quebrada- ninguna otra criatura incumple con las leyes de la evolución, salvo la especie humana.
La primera reacción de don Gonzalo fue bajar la mirada.
- Nuestra especie rompe el molde, no preservamos los recursos naturales, los consumimos sin  ningún recato y cuando carecemos de ellos se los robamos a otros forzándoles a la guerra. El hombre se destruye inútilmente en estúpidas contiendas. Somos  como un cáncer.
Don Gonzalo le estudió apesadumbrado.
El hijo de don Germán había caído hacía seis meses en Cavite. Era una herida que tardaría en cerrar.
El aroma del chocolate se quedó vagando en el aire, hasta que de pronto el buen doctor pareció volver a recuperarse.
- La muerte es un ciclo y sólo nuestra raza se niega asumirlo.
- ¿Y por qué resignarse a ese ciclo?, ¿por qué no podemos eludirlo?
Yo quiero permanecer, quiero ver amaneceres, quiero saborear una buena comida o tomar tranquilamente una taza de  chocolate mientras contempló cómo se deslizan las gotas de lluvia sobre el cristal.
No deseo prescindir de las pequeñas cosas. Amo la tierra, la siento, necesito sentirla.
Algunos clientes giraron para verlo. Don Gonzalo moderó su tono.
El café “Colonial” o de don Braulio, era un rincón de reunión, frecuentado por gentes que hacían de la tertulia un grato placer. Se hablaba de política o de negocios y rara vez se tocaban asuntos escabrosos. Eran personajes muy correctos, muy normales, muy conservadores.
Don Gonzalo procuró serenarse, no era recomendable dejarse llevar así por la pasión. Además, su corazón podía fallar en cualquier momento.
Se entretuvo en mirar por la ventana. Volvió a ver a la pareja de guardias civiles. Estaban estos, ocupados en interrogar airosamente a un  mendigo que tocaba un viejo instrumento.
Sonrió desilusionado. España estaba repleta de  gente sin pan ni techo.
Bebió pulcramente limitándose a escuchar a don Germán.
- Es admisible cuanto dice, pero ha de aceptar la fatídica situación- aconsejó con cerril aplomo- Usted ha vivido como pocos hombres, ha disfrutado y amado, ha adquirido multitud de conocimientos. Su vida puede llegar a valer por tres o cuatro.
- No es suficiente- recalcó don Gonzalo-
El médico le observó con mirada fija y serena.
La luz resultaba tenue, acogedora.
- La gran mayoría de los mortales trabajan de sol a sol en las fábricas o los campos, y si no, fíjese en sus obreros, ¿se cambiaría por alguno de ellos?- don Germán optó por prescindir de aquellos argumentos, el rostro de su amigo construyó una mueca dolorosa que no le gusto- otros, los menos afortunados, son llamados a luchar a filas si no aportan los trescientos duros. ¿Cuántos caen siendo apenas unos niños?
- Raúl tenía suficiente dinero- aseguró enfurruñado y dolido-.
Don Germán giró crispado por la indignación.
- Mi hijo era un caballero y murió por España. Tomó su decisión. Yo le dije que desistiera, que los tiempos del Imperio y los héroes se han perdido para siempre.  En realidad jamás existieron, eran un mito, pero Raúl no supo verlo. Creía en la victoria.
Don Gonzalo bebió del chocolate.
Sus ojos apagados taladraron los del doctor.
Su hijo Raúl yacía ahora atrapado entre mar y hierros.
Aunque no lo deseó  pensó en la batalla, en los muertos.
Todo, todo ardiendo, las calderas estallando y los pulmones anhelando aire.
Pasó cierto tiempo antes de que el gobierno reconociera la magnitud del desastre. Fue tal la conmoción, que muchos evitaron tocar el tema e ignorarlo.
- Tiene que disculpar mi mal genio. -Dijo avergonzado-. Le ruego que me perdone,  no sé ni lo que me digo.
Don Germán asintió en silencio, la muerte volvía mezquinas a las personas.
Con un gesto cansado, se llevó la taza a los labios y sorbió del café sin apenas captar su sabor.
Notó que el ambiente estaba cargado, al principio, no había reparado en ello. Una nube de humo se elevaba por encima de sus cabezas. La mayoría de los presentes eran fumadores de pipa. A penas quedaban ya habanos cubanos.
Otra cosa hubiese sido si don Pascual de Cervera no hubiese dimitido junto con Sagasta.
Algunos comentarios llegaron aisladamente hasta él. Estaba de moda hablar sobre las guerras y los caóticos movimientos anarquistas. A demás, aun se hablaba del lejano asesinato de Cánovas. El mundo giraba al revés, incluso había quienes pretendían eludir a la misma muerte.
- Tiene razón en cuanto aseguras sobre mí. Mi vida equivale a varias existencias comunes- caviló don Gonzalo-. No pretendo desmerecer mi suerte, al contrario, soy consciente de mi éxito. Quizá es por ello por lo que quiera seguir disfrutando. Me siento atraído por este mundo y su magnificencia.
Don Germán atusó su largo mostacho y fijó sus ojos tristes y miopes en la lluvia pertinaz que regaba la plaza. Los viandantes eran escasos y marchaban ligeros, tan solo la pareja de guardias civiles seguían interrogando al harapiento mendigo, ajenos al mal tiempo.
- ¿Y Rebeca?- preguntó cambiando de proceder-
Por un momento lo logró.
- ¿Rebeca?- inquirió don Gonzalo sin comprender aún la razón de semejante pregunta-
-¿Por qué va a verla?
De todos es sabido esa manía suya de vagar a altas horas de la noche por su cripta. ¿Qué pretende?, ¿no será que instintivamente desea reunirse con ella?
Don Gonzalo  terminó su chocolate de un último trago. El humo del ambiente aguijoneó sus ojos. El cristal de la ventana quedó empañado por completo.
De pronto, reconoció unas toses enfermizas. Don Gaspar se hallaba sentado cerca de ellos, el anciano carlista, ojeaba un periódico superficialmente. Muy aficionado a las conversaciones ajenas, disimulaba mal su falta de interés hacia la lectura.
-Visitándola no olvido su recuerdo- dijo después de pensar unos instantes -. Los muertos sólo viven en el recuerdo de los vivos. Cuando yo muera, ella morirá para siempre y cuando nuestra generación perezca, no seremos nada. Acaso un trozo de historia en algún viejo y apolillado volumen.
Don Germán pensó en su hijo, luego desistió y retornó a hacer hincapié en la conversación. Quería ponerle las cosas claras.
- En el mejor de los casos, le quedan menos de tres meses, a lo sumo cuatro, luego su corazón dejará de latir, ¿por qué no disfrutar de ese tiempo?, ¿por qué no lo acepta?, ha de asumirlo  como hombre de honor que es.
En ningún instante pretendió ser cruel. Sin embargo, sus palabras molestaron a su acompañante.
- El honor no tiene nada que ver con esto- don Gonzalo pareció ofendido- Y usted lo sabe. Mi honor es un asunto incuestionable.
         - Perdóneme, yo no lo pongo en duda.
- ¿Tan complicado es entender mi postura?, yo no quiero desvanecerme sin más, deseo ser, pertenecer, formar parte, ocupar un lugar- su tono retornó a elevarse, estaba enfadado-
Don Germán bebió del café y miró a su amigo a través del humo de la taza. Las palabras se desvanecían en sus labios mostrando intrincados laberintos de desespero.
- Dice sin razones.
- No, no son reflexiones mal infundadas. Estoy convencido de que cuando estemos agonizando nos plantearemos las mismas cuestiones. Y usted, como médico, ha de saberlo. Lo ha debido de presenciar infinidad de veces.
- Sí, sí, desde luego, nadie quiere morirse, pero es antinatural negarse a aceptarlo de esa manera- dijo depositando la taza en la mesa circular-. Sus palabras suenan a…
- ¿Blasfemia?- inquirió tras haber sonreído-
         - ¡Eso es!- tuvo que exclamar un tanto furioso-
         - Por favor, don Germán, al igual que yo, tenéis muchas dudas respecto a la existencia de Dios. No me vengáis con esas, la fe es un mero pretexto para huir del miedo- Se apresuró a contestar entrelazando los dedos de ambas manos-Ha de haber un medio para librarnos de la muerte.
Lo estudió preocupado y, por primera vez, temió por su estado mental. Su amigo sentía aversión por el final, o peor aún, una repulsa tan inabarcable que le transformaba en un ser patético.  Fue explícito y tajante. Ya no sintió piedad por él. Quería acabar con sus dudas. Don Gonzalo se aferraba a las esperanzas más fútiles de perduración.
         - La enfermedad que usted padece, hoy por hoy es incurable, no existe remedio alguno. Podré suministrarle drogas que harán que no sienta dolor, podré retrasar el momento, pero tarde o temprano se producirá el óbito. Es la ley de la vida-apuntó echando un poco el cuerpo hacia delante y abandonando su postura caballeresca, rígida, autoritaria y culta-
         - Yo no hablaba de mi enfermedad- confesó de pronto y mostrando por primera vez la naturaleza de su juego- incluso aunque se hallara una cura, la muerte  terminaría presentándose irremediablemente. No, no quiero unos cuantos años más, ¿veinte? ¿treinta?, ¿cuarenta a lo sumo?, aunque fueran cien…
         El médico apartó a un lado su taza de café y vio en su amigo una claridad desconcertante que yacía escondida en el interior de sus ojos. Vislumbró en ellos un fuego tan sobrenatural, que le obligó a pensar en alquimistas y brujas inmoladas en la hoguera.
         Tuvo un mal presentimiento.
         - No se estará dejando embaucar por algún charlatán, ¿verdad?
         Hubo un poco de silencio y después don Gonzalo rompió a reír.
         - No, no tenga cuidado, estoy por encima de esas majaderías.
         Yo me refería a algún experimento científico, una solución definitiva que anulara los efectos degenerativos.
         De algún modo aplaudió la idea. Era razonablemente correcta y lógica. Por un momento se había asustado.
         - La medicina avanza a pasos agigantados, auguro un siglo prometedor, pero no creo que podamos lograr cuanto usted propone –opinó concienzudo-. Las cosas forman parte del ciclo natural, un orden establecido, es un proceso inalterable y evolutivo.
         Cualquier especie está predispuesta a la extinción.
         Don Germán dejó de hablar y observó a los reunidos. Estaban seguros de sí mismos, hablando y opinando sin cesar.
         Los señaló con un gesto disimulado.
         - Mírelos con atención- recomendó de improviso con el firme propósito de animarle-
         Don Gonzalo observó a su alrededor, había muchos caballeros ocupando las mesas. Vestían impecables, con sus sombreros en las rodillas y sus bastones en las diestras. Otros, los que permanecían en pie ante la barra, fumaban en pipa y vigilaban su aspecto impoluto en el gran espejo.
         El mundo le pareció absurdo y falso.
                    
La silla de madera crujió con su peso.
         - ¿Qué le dicen?- prosiguió don Germán encendiendo un puro-.
         - Nada- aseguró don Gonzalo indiferente-.
         El doctor dio profundas caladas al puro hasta que lo hizo arrancar con fuerza.
         - Con ellos o sin ellos todo continuará, somos prescindibles.
         Don Gonzalo trató de sonreír. Una sonrisa vesánica cruzó su rostro.
         - ¿Y qué pasaría si no quedase nadie?, ¿qué repercusión tendría sobre el medio ambiente?- continuó el médico interrumpiéndole con un ademán-
         Don Germán trató de hallar una respuesta que le satisficiera.
         - ¡Ah!, ¿por qué nos resulta tan complicado aceptar algo tan sencillo y natural?, ¿por qué negarnos a la última fase del acto?
         -¡Conservación!- exclamó consternado-. ¿No es la conservación una función lógica?
         - Ciertamente y  en verdad necesaria la veo- reconoció sin asomo de duda en la voz-. No puedo reprocharle pensar así, pero, no obstante, en este caso,  nos hallamos ante un desenlace  irremediable. Al final la muerte ha de ser aceptada sin reservas, no es nuestra enemiga, todo lo contrario. Yo diría que es una aliada. La muerte es sin duda el descanso, el reposo, un adiós al sufrimiento.
         - La muerte sólo se inmiscuye en mitad de la vida, la muerte es la indiferencia a nuestros sueños, la muerte  es la burla, el absurdo- insistió con ahínco a modo de reproche-
         Don Germán atusó su bigote. Era amarillo a consecuencia del tabaco. Desvió los ojos hacia el cristal de la ventana. La luz del exterior era traslúcida y algo nacarada.
A medida que trascurría la conversación, le costaba más mantener sus ideas claras. Debía de contraatacar o perdería la oportunidad de animar a su paciente. Lo  intentó dando otro punto de vista.    
         - Cuando usted sea nada, ya no será usted, no sentirá ni padecerá- atinó a decir complacido-. No tendrá conciencia.
         - Desde luego- reconoció don Gonzalo, observando la opaca plaza y el reloj del ayuntamiento-.
         -Entonces, si es  consciente de no percatarse de ser nada, ¿qué le alarma?
         Volvió sus ojos cansados hacia él.
         - ¡Dejar de ser!- reconoció con franqueza y cierto estado pletórico-. Ser consciente de lo que se avecina.
         El doctor desaprobó aquel empecinamiento. No era razonable, o peor aún, resultaba descabellado y tonto en un caballero de la talla de don Gonzalo.
         Le apreciaba, bien lo sabía, le apreciaba tanto o más que se aprecia a un hermano, pero estaba harto.
         Al principio lo escuchó sin refutar sus razonamientos, pero más tarde, a medida que su enfermedad fue avanzando, los razonamientos, fueron volviéndose más escabroso. Su postura resultaba escalofriante.
         Don Germán lo atribuía a sus inquietudes filosóficas.
         Aún continuaba asustado por su última teoría. La percepción del tiempo, la línea entre la nada y la inmortalidad.  Ver pasar una vida en tan sólo unos segundos. 
         ¿Y si  todos estaban reviviendo un  recuerdo ya pasado?
         La idea era enfermiza y aterradora.
         ¡Tonterías, tonterías!- pensó, sin embargo, trato de imaginarse por un momento la situación-
         Don Germán se reclinó sobre el respaldo de madera y expulsó el humo del cigarro. Hizo como si estudiara distraídamente a unos y a otros, pero la realidad era otra. No podía quitarse de la cabeza semejante monstruosidad.
         Durante unos minutos observó meditabundo a don Gonzalo.
         La muerte de su esposa, doña Rebeca, acontecida hacía veinte años, lo marcó para siempre. Era algo que excedía su comprensión.
         Contempló absorto a su amigo. Tirando a gordo y mofletudo, rezumaba falsa salud. En cualquier instante su corazón podría fallar, pero lo peor era su mirar transido de dolor. Permanecía horas enteras, perdido entre extravagantes mutismos.
         Rebeca fue la culpable. Su refinada frivolidad lo complicó mucho más.
         Había asistido a infinidad de agonías, pero ninguna parecida a la de aquella dama.
         Era tan hermosa, tan perfecta e inmaculada, que la muerte fue cual insulto espantoso.
         En su lecho, Rebeca decía ver aparecidos.
         Querían llevarla a un mundo viejo y gris, donde lo feo marchitaba las flores más bonitas.
         Y se la llevaron, pese a los intensos cuidados.
         Las conversaciones en el café, se habían convertido en apenas sorteados comentarios. Pocos eran ya, los caballeros que permanecían  en sus sillas. Tan sólo don Gaspar pareció resistirse a abandonar su posición. Se hallaba demasiado próximo a ellos y sin duda, le llegaban fragmentos disueltos.
         Don Germán lo vio alzar la mirada del periódico y girarse con aire orgulloso e insolente. Detestaba a don Gonzalo. En realidad, todo el mundo lo evitaba. Mil infundíos se inventaron sobre sus aficiones. No dejaban de ser celos y envidias, pues sus conocimientos excedían a los de la gran mayoría.
         No existía nadie en el pueblo, que aprobara sus habituales pasatiempos. Su obsesión por los cementerios, habían creado sobre él, un hálito trágico.
         Don Gaspar retomó la lectura no sin antes carraspear y mostrar su clara desaprobación. Era un hombre autoritario y de mal carácter. Sus enormes patillas se juntaban con su barba gris confiriéndole un aspecto militar.
         No les intimidó, ambos odiaban a los Carlistas, y mucho más a los condecorados en la masacre de Bilbao.
         Fuera continuaba lloviendo con intensidad.
         Pronto se haría de noche y Jacinto, el sereno del pueblo, apagaría las lámparas de la plaza.
Don Gonzalo miró su propio reflejo plasmado en el cristal de la ventana y se sintió un desconocido. Su rostro aparecía oculto en parte por el vaho condensado, era como ver a un fantasma.
         - Una vida no es suficiente-continuó con tono aburrido, propio de los que no son escuchados-.
         En aquel instante las campanillas de la puerta repicaron furiosas y molestas en su reposo.
         Una corriente fría, tenaz y mal educada, penetró en el interior lamiéndoles a todos por igual.
         Al cabo de unos instantes, un hombre viejo y rudo entró con aire humilde. El intruso se descubrió, sosteniendo su roída chistera con una mano.
         Era el vagabundo del aparatoso instrumento, el mismo al que la guardia civil había estado interrogando.
         En la otra mesa, don Gaspar lo absorbió con los ojos.  No pudo encajarlo.
Un vagabundo entre hombres de honor resultaba indignante.
-¿A dónde iremos a parar?- preguntó cómo sí hablara consigo mismo, pero al tiempo con el resto de los presentes-
 No creía en la igualdad de clases, aquello era para soñadores y románticos, no para gentes de buen vivir.
         Entonces el forastero hizo como si no hubiese escuchado palabra alguna, y cerró la puerta tras sí.
         Ante él había luz y calor, detrás lluvia, oscuridad y olvido.
         Don Gaspar se incorporó ofendido. Recogió su sombrero, su bastón y tomó la férrea determinación de enfrentarse directamente. Su actuación fue secundada por la inmensa mayoría.
         - ¿Desde cuándo los pordioseros osan mezclarse con los caballeros?
         El intruso lo miró con fijeza acatando su destino. Llevaba un gabán verde oscuro salpicado de lluvia.
         - Señor, yo no soy un pordiosero- respondió mirando hacía el suelo- Soy músico romancero, y vivo de mi arte.
         El hombre abrió su espeso gabán y mostró un viejo artilugio que colgaba pesadamente de sus correas. Protegía el pesado instrumento de la lluvia cual valioso tesoro.
         - ¡Tonterías!, ¡usted vive de la limosna!- insistió el otro con mirada llameante-
         Con una tos bronquial, el desconocido se interpuso indeciso ante don Gaspar y quienes le alentaban. Los miró de hito en hito a la par que  dejaba su chistera en una silla y comenzaba a extraer algunas notas  del instrumento.
         La tormenta había adquirido tal intensidad que su estruendo espantaba.
         -No, no, nada de eso, usted se equivoca- procuró defenderse concentrado en sus cosas y desentendiéndose de la hostilidad que siempre tendía a rodearle-, yo soy un artista.
- ¿Un artistas?, ¡válgame Dios!, hoy cualquiera quiere ser artista- reprendió don Gaspar a modo de desprecio-
A pesar de los incesantes ataques, el hombre continuó a la suya.
- Podría cantaros conmovedoras romanzas  o  crímenes espantosos que helarían la sangre de los más atrevidos.
         - Usted debería de coger sus cosas y marcharse- insistió soberbio-, o de lo contrario, haremos llamar a la guardia civil.
         El hombre ignoró por completo las sólidas amenazas.
Era extraña su conducta, pues por lo general, los vagabundos salían disparados al oír mencionar a los del tricornio. Sus métodos bárbaros y poco delicados, eran sobradamente conocidos.
Pero el extraño no se dejo impresionar lo más mínimo, por las agrias palabras de don Gaspar. No  estaba dispuesto a salir al exterior con la que estaba cayendo.
Avanzó hacia el centro del establecimiento desentendiéndose del ofendido Carlista.
Tenía que obrar rápido para llamar su atención.
- Yo podría entreteneros con mil historias- empezó a exponer su mercancía cual experimentado buhonero- y digo que en una tarde de lluvia como la que nos acontece, bien sería optar por lo macabro y lo siniestro…. ¿no creen?
La clientela, desconcertada no supo cómo reaccionar.
- Como la historia acontecida el veintiséis de marzo de mil ochocientos cincuenta y seis, a la joven María Pacheco Broncano.
 Y a esto, comenzó a tocar una melodía aguda y medieval. Una música que habló de castillos en ruinas y lagos con damas tristes.
Don Gonzalo y don Germán permanecieron perplejos, al escuchar aquel canto tan perfecto y nítido.  La voz del romancero a pesar de ser cascada y hueca, poseía los entresijos del perfecto narrador.
                           
                                      Sentada en su propia casa
                           En aquella noche oscura
                           Que el agua y el viento soplaban,
                           Un verdugo, un asesino,
                           Un tirano con su daga,
                           Arrojóse a la infeliz
                           Y la dejó degollada.
                           Pero qué herida, Dios mío,
                           Más de dos líneas entraba
                           La cuchilla del verdugo
                               Tirada con mucha rabia
                           En la vertebral columna.

         El músico sonrió a los clientes del local con deleite, pues logró llamar su atención.
         Poco después, se dirigió a don Gaspar, el cual parecía agitado.
         - Gentil señor, por unas monedas cantaré para vos vuestra canción.
         A don Gaspar le pareció que el hombre se reía de él. Difícilmente pudo sobrellevar la ofensa. Su rostro afilado, adquirió un tinte rojizo que acentuó aún más la blancura canosa de su barba.
         -Usted es un insolente- amonestó furioso, recurriendo a la atención general y en especial a la de don Braulio, el dueño del  casino-. No tengo ningún interés en conocer romanza alguna, yo soy un caballero y los caballeros no tratamos con malhechores ni farsantes.
         La ostentación y el donaire de don Gaspar molestaron  a don Gonzalo. Ambos estaban reñidos tiempo ha, y aunque no se dirigieran la palabra, procuraban, eso sí, ofenderse en pequeños detalles.
Eran cosas insignificantes como el no saludarse por descuido o el de ser portadores de diferentes opiniones públicas. Cualquier cosa era utilizada para molestarse.
         - Podéis sentaros aquí señor- apremió a exponer don Gonzalo al ver una clara ocasión para molestar al anciano Carlista-
         Todos giraron hacia él.
Sus dedos tamborilearon sobre la superficie de la mesa.
         Con esto, se avivó el enfado de don Gaspar, mas sin saberse muy bien por qué, cesó en su actitud y optó por abandonar el “Colonial” con un estrépito de campanillas.
         Don Germán sentado de espaldas al desconocido, sonrió a su amigo. De no ser por su condenada obsesión, don Gonzalo sería un personaje admirable. Lo había sido desde siempre. Le apreciaba más que a nadie.
El romancero tomó su chistera y se detuvo ante ellos, llenando de rumores el distinguido local.
Era un hombre grande y corpulento. Su rostro oculto estaba por una espesa barba negra, y sus ojos igualmente negros, recordaban a un pozo sin fondo.
- Señor, no quiero aceptar limosna, yo solo vendo mi arte- se dispuso a explicar una vez más-
Don Gonzalo sonrió escéptico.
- Está bien, está bien, canta para mí la canción que propusiste en un principio- aceptó la oferta recurriendo a una peseta que depositó sobre la mesa-
Fue una propina de lo más tentadora.
El músico sonrió decrepitó. Su vieja mirada, brilló sin luz.
- Me sentaré si esa es vuestra voluntad- dijo poniendo la peseta a buen recaudo y descolgándose  su pesada carga-.
Don Gonzalo examinó el artilugio viejo y destartalado. Tenía este un cierto parecido a las guitarras, aunque mucho más achatado y con menos cuerdas.
- ¿Qué es?- se atrevió a preguntar don Germán-
El mendigo, sin despedirse de su sonrisa, lo observó con picaresca.
Las profundas bolsas de sus ojos, confirieron a su talante un aspecto falsamente inocente.
Don Gonzalo no picó el anzuelo.
Aquel hombre carecía de ingenuidad. Sin duda la perdió cuando el mundo aún era joven.
- Es una zanfona, un instrumento que viene de muy, muy antiguo- respondió don Gonzalo-
El romero agradeció la explicación con una sonrisa. Acarició su instrumento, tocando con suavidad el teclado y la manivela.
-Posee dos cuerdas cantoras y dos diapasones-continuó don Gonzalo-
-¿Le gusta la música?
Asintió a la pregunta del romancero.
-Me encantan las operas.
El desconocido hizo un ademán incómodo.
-Demasiado moderna-aseguró acomodando en una silla la zanfona y la chistera-
 No quiso rehusar  más a la invitación y se sentó despacio, como hacen los que están atacados por el reuma.
El hombre cruzó las manos y los miró divertido. Las llevaba protegidas por unos guantes de lana rotos,  por lo que todas las puntas de sus dedos quedaban al descubierto.
La situación creó un ambiente enrarecido, además otros seguidores de don Gaspar, resolvieron seguir a este en su destierro.
A su alrededor crecieron los chismorreos y al cabo de unos momentos, otros caballeros creyeron oportuno marcharse.
Don Braulio los vio alejarse malhumorados. A penas le quedaba clientela, salvo  cuatro caballeros  en la barra.
Decidió recoger y limpiar.
El sonido de la lluvia se hizo más audible. Caía tristona, cubriendo el reducido entorno del exterior con un vaho suave que sin ser niebla, aspiraba a convertirse en ella.
- Valla, parece que traigo la peste- reconoció el recién llegado, empleando un tono de mofa-. Siempre pasa igual.
Don Germán sonrió al individuo. Se sentía encubridor de algo que ni entendía ni le gustaba.
Paseó por el local su mirada de ojos claros.
Sería la comidilla del pueblo por apoyar los caprichos de don Gonzalo.
El grupo de caballeros no dijo nada, pero escuchaban expectantes.
Se volvió hacia el romancero.
- ¿Quiere un café?- preguntó con la esperanza de concluir cuanto antes-
- No, muchas gracias, no tengo por costumbre beber café.
Cuanto más avanzaba la tarde, más se ensombrecía el cielo. La lluvia y el viento azuzaron el cristal con fuerza.
- Parece que no va a parar- aseguró el músico-, pero no importa, a mí me gusta la lluvia, de hecho solo salgo cuando llueve o en los días de penumbra.
Los dos amigos enfrentaron sus miradas por un instante.
Don Germán puso una mano sobre la taza, que aunque bacía, conservaba el calor y observo inquisitivo a su buen amigo.
Le conocía lo suficientemente bien como para sentir su incomodidad.
Puntilloso, pulcro y dado a las costumbres moderadas, don Gonzalo intentó aparentar una normalidad fingida. Sin embargo, la manera que tenía de acariciarse las puntas del bigote le delataba.
- Las tardes de lluvia son apropiadas para cantar canciones y narrar viejas romanzas, ¿no creen?- prosiguió su invitado calentándose las manos con su aliento-
Don Gonzalo sonrió a su amigo y decidió olvidarse de sus prejuicios y explotar la conversación. Después de todo, él había forzado las cosas hasta aquel punto. Las lentes le caían constantemente hacia la punta de la nariz, por lo que al mirar por encima de ellas, vislumbraba borrones y formas inconexas.
-¿De dónde viene?- preguntó con ánimo de aderezar la tertulia- deduzco por sus comentarios que es hombre de mundo.
El desconocido apartó algunos cabellos negros de su frente y mostró su mejor sonrisa. Fue espantosa. Unos dientes sucios y desiguales salieron a la luz.
- Hará cosa de un mes que recorro estos lugares-por unos momentos, permaneció pensativo- aunque el tiempo pasa demasiado de prisa, ¿no creen?, y pudiera ser que en lugar de treinta días, lleve trescientos años.
Don Gonzalo agitó la cabeza.
Feriantes- pensó sin quitarle el ojo-, no tienen remedio.
La situación se hizo un tanto molesta, las respuestas del músico sonaron a farsa.
- Son tantos los sucesos que con los años uno suele enredarse y confundir las fechas. A veces, lo que pareció ayer ocurrió hace muchos años y lo que permanece presente en nuestra mente, aún no ha llegado- les miró como para saber si habían aceptado su explicación-
Don Gonzalo intervino conciliador.
- Debe de oír infinidad de historias, ¿verdad?
- Más de las que realmente quisiera, señor- respondió melancólico y con la mirada extraviada-. Sé de historias perdidas en el tiempo, historias trasmitidas de padres a hijos, historias distorsionadas y retocadas por unos y por otros, pero yo señor, yo solo cuento la verdad. Narro lo que aconteció sin inclinarme ni a favor ni en perjuicio de ningún acontecimiento. Estoy por encima de las  religiones, leyes y políticas de los hombres. Soy tan partidario del sangriento Val, como de el abominable Móloc.
Sus palabras parecieron evocar escenas camufladas por los siglos. Acaso hazañas estériles nunca contadas.
Naturalmente les sonó a charlatanería barata. Tanto fue así, que el músico pareció percatarse de ello rió con ganas.
- Bueno señores, cuento casi toda la verdad- añadió con sarcasmo- algunas cosas me las reservó para mí sólo.
El intruso, muy fértil en ideas y más ágil aún en la palabra, continuó con su extenso repertorio.
- La mayoría de las leyendas son fruto de la alcahuetería popular. Es una lástima que eso ocurra, pero es inevitable- dijo despidiendo un olor a viejo y humedad-. Muy pocas son ciertas, pero como ya he dicho anteriormente, mis relatos son verídicos, yo estuve allí, lo presencié con mis propios ojos.
Los dos amigos intercambiaron una sonrisa.


-Fui testigo de cuando la loba gobernaba el mundo antiguo con crueldad y tiranía. Vi las águilas imperiales alzarse sobre amaneceres rojos, escuché el retumbar de las legiones y los graznidos de los cuervos que les seguían. Vi la pira de Viriato, vi  caer Sagunto y después al cartaginés, vi a los almorávides uniéndose a los reinos taifas para enfrentarse en Zalaca y derrotar al buen Alfonso, contemplé la toma de Granada y admiré como se alzaban por encima de los cielos inmensas ciudades  de luz y cristal. Vi la guerra, la olí, absorbí su esencia, canté para ella, escribí cien coplas. De la guerra y de sus héroes inexistentes, brotan las mejores baladas del bardo.
El romancero se detuvo unos instantes, apenas unos segundos.
Don Germán y don Gonzalo le observaban interesados, por un minúsculo momento, creyeron en sus palabras. Fue un razonamiento ridículo, inapropiado en dos caballeros. Un razonamiento ridículo hasta el extremo, que Jamás se confesarían el uno al otro.
- Aunque si no desean sobrecogerse bien podría cantarles romanzas menos escabrosas y comprometidas, sí, dejemos la guerra aún lado- tornó la mirada hasta dejar los ojos como en blanco y al instante comenzó a canturrear una cancioncilla popular.
                           Yo me quería casar
                       Con un mocito barbero
                       Y mis padres me querían
                       Monjita en un monasterio.

De pronto les guiñó un ojo.
- Aunque a serles sincero, no parecen ustedes de esos que tan sólo quieren oír corritos de niñas saltando a la comba, noto que son gente dada al conocimiento y a la mucha lectura, ¿me equivoco?- su voz era de una neutralidad desagradable-
Don Gonzalo asintió sin dejar de mirarle.
- Le gusta Bécquer, ¿no es cierto?- inquirió el romancero como si ya supiera de la respuesta-
Don Gonzalo notó como se le aceleraba el corazón.
Pero, ¿cómo era posible tal poder de deducción?
- Me sorprende usted- reconoció sin dejar de maravillarse-
- Todo en mí es sorpresa y desconcierto-atinó a decir, volviendo a otra de sus canciones- escuchen y deléitense con el romance de la mano muerta.

                       Muerta la llevan al soto;
                       La han enterrado en la umbría;
                       Por más tierra que le echaban,
                       La mano no se cubría:
                       La mano donde un anillo
                       Que la dio el conde tenía.
                       De noche, sobre la tumba,
                       Di que el viento repetía:
                       ¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

- “La promesa”- exclamó don Gonzalo-La promesa de Bécquer. Es uno de mis relatos favoritos.
- En realidad es un antiguo cuento castellano retocado por el escritor, un viejo cuento con más de mentira que de verdad.
- Es usted un hombre muy ilustrado.
El romancero sonrió con tristeza, fue como a decir algo, pero después interrumpió el ademán.                              
Don Gonzalo y don Germán sonrieron entre sí. Al cabo de unos minutos, ambos comenzaban a impacientarse. Aquel hombre  de aspecto harapiento, les ponía nerviosos.
- Pero vallamos a lo nuestro- repuso dándose cuenta de que comenzaba a  molestar-
Por unos segundos milagrosos cerró la boca. Fue como si le hubiera entrado prisa y se olvidara de sus anteriores alusiones.
- Tarde es ya y he de cantar su canción.
Don Gonzalo miró a su alrededor, el local permanecía casi vació. Sólo estaban don Braulio y dos caballeros más que disimulaban ausencia y desinterés.
- ¿Ha de ser necesario?- preguntó un poco confuso-
Los ojos del juglar brillaron con una ansiedad malvada, codiciosa de palabras, acuerdos y pactos sellados.
- Desde luego señor- aseguró como ofendido-. 
Don Gonzalo suspiró. El doctor le arrojó una mirada burlona, que venía a decirle “se lo tiene merecido”
Lentamente accedió a los caprichos del destino.
- Está bien, cante para mí- reconoció capcioso- si no tenemos más remedio…
El romancero respiró aliviado, fue como si se le quitase un gran peso.
- Gracias, señor, gracias- sonrió derrochando amabilidad y sonrisas- No se arrepentirá.
Don Gonzalo, ya arrepentido, intentó olvidarse de cuantos presenciaban la escena.
El vagabundo, tomó la zanfona y  una vez puesto en pie cruzó la correa por su cuello. Pareció sopesarla, después  la tocó con extremada delicadeza como, si de objeto valiosísimo se tratara.
- Bien caballero, entonces cúmplanse los designios de las parcas- sus ojos negros se clavaron en los de don Gonzalo y en cuanto vio su dudosa aprobación, comenzó a tocar- presté atención a cuanto aquí se diga, pues así quedará cumplido y una vez nacidas las palabras de mi boca, nada podrá borrarlas.
Los dos amigos se estudiaron guasones.
El romancero interpretaba muy bien su papel. Era magnifico, lo estudiaron perplejos.
- Terminemos de una vez- alentó don Gonzalo a modo de despedida-
Las manos del juglar comenzaron  apretar los resortes adecuados y a esto siguió una música que les llevó lejos adentrándoles en parajes desconocidos.
Cuando la voz sonó,  rompió a la tormenta.
                
           Quisiera mantener en mi pensamiento
             un año concreto, un año preciso y justo
             un año sin endémicas serpientes,
             ni tormentas oscuras en la noche.
Fue un instante donde florecieron flores
             y el Sol fortalecía con sus rayos,
las tontas y banales ilusiones de los hombres.
Luego, trascurrido el plazo
             Las flores se marchitaron,
             Los hombres mataron,
             Y oscuros nubarrones cubrieron el Sol.
Verla a ella es contemplar a la muerte
             Verla a ella es vislumbrar la estatua sin expresión
             Verla a ella es llorar en la noche
Y caminar siempre solo.
en presencia de un horizonte sin Dios.
             No obstaculices jamás los giros de la rueda,
             hazla girar, no la pares, no dudes,
             no busques excusas, todo deve rodar.
             Y allá dentro la veras,
Tomala de la mano y acepta su cortejo
             no oses despecharla o estarás perdido
             cual ciego sin báculo
             cual Odiseo sin Ítaca.
Pobre del que no la corteje
             Desdichado será el que no valla a su encuentro
             Pues permanecerá por siempre
             En el país del nunca jamás.
Allí pocas cosas importan
             Dado que no ahí espacio ni tiempo,
             Solo hallarás miedo, miedo a la oscuridad
             no obstaculices jamás, los giros de la rueda
             hazla girar, hazla girar, hazla girar.
             Yo canto esto,
             yo que morí en el árbol, en favor de una dama
             Yo que soy música y silencio
             Yo que soy un misterio dentro de otros nisterios.
No se mi nombre,
             Ni conozco nada sobre mi naturaleza
             Tan sólo canto en las tinieblas
                    Y muero llegada la luz del nuevo despertar.

Al cabo de algunos instantes el músico dejó la zanfona en la silla y volvió a sentarse.
Don Gonzalo estaba sudoroso y pálido. Su mano descansaba en el pecho, conteniendo un dolor. Un dolor arrastrado por notas y ritmos, un dolor profundo y despiadado que terminó desapareciendo con el sonido.
¿Qué era aquello?, ¿el final?
Tomó aire e intentó tranquilizarse. A su lado, don Germán mostraba una actitud semejante. El médico permanecía pálido y cetrino, como si estuviera aguantando una presión.
-¿Qué sucede?, ¿no le ha complacido?
Don Gonzalo miró directamente a aquellos ojos negros. Eran unos ojos profundos, como si hubiera un océano estrangulado en ellos.
- Al contrario- declaró sincero y reponiéndose del dolor-. Su voz y su música son  sorprendentes.
- Soy de la misma opinión- reconoció don Germán igual de sorprendido-
Don Gonzalo apartó su mano del corazón. Durante todo el tiempo que escuchó al juglar, sintió el haraposo sayal de la muerte deslizándose a su alrededor. La muerte estaba con ellos y de pronto, al cesar el canto, las escenas se hicieron menos borrosas y más nítidas.
No ha pasado nada-se dijo-, nada.
Una extraña euforia embriago sus sentidos.
Estaba vivo.
El miedo dio paso a la curiosidad.
- No he entendido la letra- confesó don Gonzalo con cierta inquietud- ¿Qué sentido posee?
El hombre  encogió los hombros.
- Yo sólo transmito lo que me dicen.
A pesar de tenerlo por charlatán don Gonzalo le siguió el juego.
- ¿Y quién es el transmisor del mensaje, si puede saberse?
El vagabundo aproximó un poco más su rostro al del caballero. Don Gonzalo  percibió el nauseabundo olor de su aliento.
- La música, señor- dijo como en susurros-. La música en sí misma, ella es por llamarlo de alguna forma, la inspiradora de mis letras.
Los dos amigos retornaron a mirarle como si estuvieran ante un loco, pero el intruso, sin dárselas de ofendido, prosiguió con su cháchara.
- Cada uno de nosotros posee su canción particular, es inútil eludirla, ella nos alcanzará tarde o temprano. Está ahí, aguardándonos, agazapada entre silencio y oscuridad- les apuntó con el dedo-, pero yo logro oírlas, las percibo, las tomó, las arranco de su silencio y las muestro.
Los dos caballeros se observaron extrañados.
De repente, don Germán, rompió a reír.
-¿No pretenderá que nos creamos esa patraña?- preguntó arrojando ceniza y humo-
- Pueden creer lo que quieran señores- zanjó alborozado- me limito a vender mi arte, hagan con él lo que más deseen.- el desconocido tomó la zanfona por las correas y la guareció bajo el gabán verde- Ora es de partir señores, la noche es joven y he de buscar nuevos clientes.
Don Gonzalo pareció preocupado.
- Señor, no toleró que un hombre de su prestigio ronde por los caminos en una noche como esta. Oscurece y la lluvia no cesa, al contrario,  parece que cae con mayor gana.
¿Tiene algún lugar designado donde cenar y dormir?
El músico recogió su chistera agujereada y sonrió con amabilidad, sorprendiéndose por las atenciones y molestias del buen caballero. Una veta de tristeza cubrió sus ojos.
- No señor, pero no importa, nunca me ha asustado la noche, ni las inclemencias del temporal.
- No lo toleraremos- se prestó don Germán- tenga unas pesetas más, podrá cenar y alojarse en la pensión de doña Francisca, está justo delante nuestro, - se aprestó a decir,  señalando por la ventana empañada la plaza-
         El vagabundo miró las pesetas y negó con la cabeza.
         - No se molesten señores, he de partir.
         - Pero es una locura- dijo don Gonzalo de inmediato- Podría coger una pulmonía.
         - No lo creo, señor- respondió  con ironía siniestra- y respeto a esas pesetas, recójanlas o terminaré dándome por ofendido. Usted ya ha pagado mi servicio.
         - Digamos que no considero justa la cantidad. De haber sabido que tocaba tan bien, le hubiese dado mucho más.
         - Me siento halagado, pero no acepto limosnas- aclaró rotundo-
         Buenas noches, caballeros.
         El vagabundo caminó hacia la puerta y sin volverse la abrió para desaparecer al instante.
         Tras el cristal lo vieron andar en la noche hasta quedar disuelto en ella.

                                             - III -


Don Germán divisó en la distancia, la siniestra mansión de su amigo. Está, permanecía como aislada  en medio de un paraje  cargado de soledad.
La mansión emulaba a uno de esos castillos de corte romántico puestos tan de moda en Europa. Bastaba con alzar la vista y detenerla en los pequeños miradores de tejado cónico, para trasladarse a la Edad Media.
Don Gonzalo nunca deparó en gastos, el dinero no le importó jamás, tenía más que suficiente para costearse sus caprichos.
¿Qué haría con su fábrica?, ¿a quién se la legaría en su testamento?
A pesar de su impopularidad, en el pueblo no dejaba de hablarse de la inmensa fortuna acumulada por don Gonzalo. Incluso muchos se atribuían ser los sucesores de sus negocios. No dejaban de especular sobre quién o quiénes  serían los herederos de su pequeño imperio. Pero lo realmente cierto, es que nadie sabía nada.
Don Gonzalo  carecía de parientes o preferidos.
Sonrió a medida que apresuró el paso. La codicia entretejía celos e hipocresías.
- Buenos días don Gonzalo, buenas tardes, buenas noches, se le ve con muy buena salud, lleva hoy un traje muy elegante, que bien le queda…
El médico suspiró aceptando los defectos de los del pueblo.
Hacía mucho frío, la nieve acumulada por los campos transformaba el paisaje en una fantasía plana  y sin mácula.
Se colocó mejor la bufanda y retornó a enfundar una de sus manos al bolsillo del abrigo. Con la diestra manejó el bastón. Lo hacía con magistral soltura.
Las últimas lluvias dejaron resbaladizos los caminos.
El paisaje se hizo decrépito, aunque le gustó. Un cielo diferente componía un cuadro de tonos azules, topacios y grises.
Detuvo su andadura unos instantes.
El color amarillo desgarraba en salvajes pinceladas la cúpula celeste.
A lo lejos divisó la  fábrica perfilándose sobre aquel horizonte hermético.
La gran mole grasienta latía,  era como si estuviera dotada de una vida malvada, la condena de los hombres.
La fábrica surgía falsificando el paisaje. Hiriendo cielo y tierra, sus dos chimeneas no cesaban de expulsar suciedad. Dos estelas grotescas de humo ascendían transformando  la coloración amarillenta del crepúsculo.
Calibró la fusión creada entre el paisaje de un blanco puro  y la excesiva fealdad de una criatura de ladrillos y metal.
Una sensación de soledad le envolvió.
Irremediablemente pensó en su hijo.
La fábrica emitió varios silbidos agudos y una gran cantidad de vapores cubrió gran parte de ella.
Pasarelas, torres y ventanas fueron pasto del humo.
Una vez  quedó satisfecho en la observación del fascinante paisaje, don Germán no detuvo el andar hasta llegar a la mansión.
Abrió la verja de hierro y penetró en el jardín. En el centro del mismo había  una fuente de gran belleza. En su centro una estatua  de una dama doliente, dejaba caer de su cántaro un chorro de agua. Las aguas iban a parar a un estanque artificial que permanecía  congelado en parte.
Le fascinaba la estatua. Era bella, armoniosa y de algún modo le hacía soñar.
El doctor miró alrededor.
Era un jardín abandonado, con varios sauces, mucha hiedra y algunas estatuas invadidas por el musgo y los carámbanos de hielo.
Y no es que don Antonio, el criado personal, lo tuviera descuidado por desidia, no, ni mucho menos, era que a don Gonzalo le encantaba el aspecto mostrado.
Cruzó el camino principal con rapidez, a ambos lados había árboles y bancos de piedra surgiendo bajo un manto de nieve.
Don Germán subió por una escalera de piedra que conducía hasta la puerta principal. Los peldaños estaban resbalosos y enmohecidos. Llegó a la puerta y tras alzar los ojos sobre la siniestra construcción, golpeó con la aldaba.
No tuvo que aguardar  demasiado tiempo, la puerta se abrió y fue recibido por el eficiente don Antonio.
El criado parecía estar buscado a propósito para servir en semejante casa. Alto, pálido, ojeroso y delgado, semejaba ser un personaje arrancado de un relato espectral.
Don Antonio le aguardaba con un pesado candelabro en la mano.
Su aspecto desolador en nada tenía que ver con su personalidad bondadosa, alegre y correcta. Era en verdad  un buen hombre, muy estimado en el pueblo pese a trabajar para  don Gonzalo.
- Buenas tardes doctor, le aguardábamos con soberana impaciencia- saludó respetuoso, mirándole con ojos vacuos- ¿Se quedará a cenar?
Negó con la cabeza a la par que le tendía su abrigó, la bufanda y el sombrero.
- No, muchas gracias- respondió guardando su bastón en un mueble de la entrada-
Don Antonio se retiró con las prendas para reaparecer después.
- Acompáñeme doctor, el señor le aguarda en la biblioteca.
Don Germán subió por las escaleras en compañía del siniestro criado. Las luces de las velas construían palacios de sombras y aparecidos, allí no existía la luz de gas. Don Gonzalo prescindía de las lámparas, no le gustaban. Moraba entre las tinieblas proyectadas por sus magníficos candelabros. Se decía que la casa tenía instalación eléctrica, pero él nunca lo pudo verificar.
Un desmedido lujo invadía cada habitación de la casa. En todo momento pisaban alfombras persas y eran observados por mil demonios encerrados en sus cuadros. Había óleos extraños, pinturas negras de diablos y almas penando, así como esculturas aborrecibles de engendros babilónicos.
Cruzaron por un pasillo que daba a las habitaciones de Rebeca. En tal lugar, don Germán se sentía incomodo, era como profanar un recuerdo.
En una ocasión después de una cena suntuosa, don Gonzalo le enseñó una impresionante colección de vestidos. Todos eran de ella, así como un ejército de zapatos, botas y botines. Rebeca los coleccionaba hasta la exageración.

Don Antonio le señaló la puerta y entró el primero para anunciarle.
- Don Germán está aquí –dijo correcto e inalterable-
- Hazlo pasar- respondió don Gonzalo desde el interior sin perder un segundo-
El médico penetró en el interior de la biblioteca, cerrando la puerta tras de sí.
Lo encontró a media luz, sentado ante la chimenea en un confortable sillón orejero. En su mano había una copa de Brandy y en su regazo un volumen muy gastado.
- Pase, pase no se quede ahí- insistió en  un gesto de acogida-
         Don Germán estudió las dos armaduras que custodiaban la entrada. Una era  Maximiliana, del siglo XVI, la otra ecuestre, algo más moderna, del XVII.
Ambas le inquietaron al igual que la atmósfera.
Por más que lo intentó, volvió a sorprenderse ante la majestuosidad de la biblioteca. Contaba al menos con cuatro mil volúmenes. Había libros rarísimos, algunos sumamente antiguos, de un valor incalculable, otros daban verdadero miedo. Surgían con sus pesados cierres y sus caracteres de malvada geometría. También poseía libros históricos y políticos. Sus preferidos eran los cuentos góticos. Tenía desde Poe, hasta Washington Irvinbg, aunque para don Gonzalo los autores españoles ocupaban un lugar de honor. Su preferido era Bécquer, seguido por cuentos de Benito Pérez Galdos, Pío Baroja, Pedro Escamilla y otros.
Los pesados volúmenes descansaban entre robustos estantes decorados con calaveras y galeras construidas por el mismo don Gonzalo. A demás de eso, su amigo coleccionaba morriones de tiempos de los conquistadores, alguna que otra espada y corazas traídas desde Toledo.
Don Germán admiró el enorme mirador acristalado. Se dominaba una formidable extensión. El pueblo surgía a lo lejos, como perdido bajo un  atardecer amarillento y anteponiéndose, el monstruo de metal,  la fábrica.
- Vamos, vamos, tome asiento- insistió a su invitado mostrándole el otro sillón-, ¿quiere una  copa?
Don Germán aceptó la propuesta.
- Desde luego, hace mucho frío.
Su amigo dejó el libro en el sillón y su copa encima de una mesilla, después fue hasta la licorera y eligió un brandy francés.
Don Germán le notó empequeñecido. Advirtió una preocupante desmejoría en su aspecto. A pesar de ser un hombre corpulento, lo veía endeble bajo su bata estampada. El plazo que le dio en calidad de médico había expirado.
- No debería  beber- le recomendó con tono preocupado-
Don Gonzalo sonrió imperturbable.
- Según usted, ¿no debería estar ya muerto?
El doctor sonrió lacónico.
¿Qué podían importar ya una  o dos botellas del mejor brandy?
Don Gonzalo le ofreció la copa. En verdad, estaba contento por verle.
- Sentémonos- recomendó algo fatigado apartando el libro del sillón-.
Ambos se acomodaron el uno frente al otro en confortables sillones.
A su lado, el fuego de la chimenea crepitó con furia.
Don Gonzalo echó un trago corto con el libro en su regazo. Sus ojos miraban más allá como hastiados y perdidos en un punto desconocido.
Don Germán lo conocía sobradamente como para captar su delicado estado de nervios.
De algún modo, había en su expresión un algo trágico que jamás le abandonaba. Trató de distraerle.
- ¿Qué está leyendo?- preguntó indicando con los ojos el libro-
- La divina comedia- respondió estudiando entre sombras, el rostro incandescente del doctor-
El doctor bebió con desazón. Un embarazoso silencio reinó durante unos minutos.
- Curiosa lectura- dijo, tras pensar las palabras- El camino hacia la perfección espiritual.
Don Gonzalo sonrió con mezquindad.
- ¿Camino?- inquirió aspirando fuertemente de la copa-. ¿Existe ese camino?, absurdo, ¿no le parece?
Los dos volvieron a mirarse con intensidad, de pronto, don Gonzalo pareció deshacerse de sus temores y le sonrió con camaradería.
- ¿Va a quedarse a cenar?- le interrogó desbaratando la anterior reflexión-
Don Germán lo observó dubitativo. Su pregunta sonó atropellada. Estuvo tentado por decir que no, pero algo le retuvo.
- ¡No sé!- exclamó, preguntándose qué sería de su vida cuando su amigo desapareciera-
De repente y al contrario de lo que esperaba, Don Gonzalo se transformó en un ser pletórico. Sonrió como cuando era joven, mucho antes de conocer a Rebeca y le habló sin reservas.
- Quédese hacer compañía a este pobre moribundo- bromeó con cierta ironía-
No respondió. Estaba desanimado, triste, a la espera del fatal desenlace. Permaneció callado, mirando el fuego que chisporroteaba ante sus ojos soñadores.
Echaría de menos a don Gonzalo, era su único amigo.
- Vamos, vamos, alegre esa cara- trató de animarlo-, ni que estuviéramos en un entierro.
La broma vagó entre libros, calaveras, yelmos y galeras, no resultó efectiva. En realidad, carecía de cualquier gracia.
- ¿Usted creé que algún día el hombre logrará la inmortalidad?- preguntó sonriente y cambiando por completo de tema-.
         No supo que responder. Le examinó confundido. Tal vez fuera que comenzaba a dudar sobre el buen juicio de su anfitrión.
- Yo creo que sí- dedujo don Gonzalo sin darle opción a responder- La inmortalidad es el verdadero camino del conocimiento, la prueba definitiva del ser humano.
No pudo evitar sonreír, al comprender el sentido de la lectura y el de la conversación.
Por unos instantes estuvo tentado en contradecirle, pero  prefirió ser benévolo y morderse la lengua. Quería postrarse a su dolor, escucharle.
Ante su silencio, don Gonzalo bebió del brandy y  le estudió suspicaz.
- El hombre no quiere ser perdonado por ningún Dios despótico y cruel que juzga a su propia creación, el hombre no desea ganarse el cielo, ni  escapar de las llamaradas del infierno, le traen sin cuidado todos esos mitos. El hombre quiere permanecer y continuar, alcanzar el futuro, hacerlo suyo y participar en  los entresijos de su historia- Aseguró tajante- Dante Alighieri no tenía ni idea.
Don Germán lo miró desalentado, sintiendo verdadera compasión. Sus pensamientos tuvieron que ser detectados por su amigo, ya que lo traspasó con una mirada un tanto nerviosa.
-Veo que no cree en cuanto digo- protestó cruzando una pierna-
Don Germán sonrió escéptico.
- Como médico no creo en la inmortalidad física- aseguró aspirando de la copa, era un brandy excelente-.
 Las ramas de los árboles más próximos arañaron el gran mirador acristalado. Hacía mucho aire y la noche compareció sin pedir permiso. Una luna lechosa iluminó con su aureola un cielo oscuro, plagado de nubes negras.
Don Germán alejó la vista de la ventana. Le dio miedo aquella oscuridad, se extendió sobre los campos yermos haciéndoles suyos.
- No soy el primero en afirmarlo- don Gonzalo estaba dispuesto a defender su causa-. Desde el principio de los tiempos, se ha buscado la inmortalidad.
Don Germán necesitó de un trago. Bebió con avidez para depositar la copa en una mesilla de lectura, después observó como su amigo le observaba ausente, perdido acaso entre renglones macabros de Poe y Bécquer. Ataúdes, monasterios ruinosos, un entierro prematuro y el miserere de la montaña se abrían ante él.
- Las leyendas nos remontan a Gilgamesh- dijo de pronto, en su afán de hallar la vida eterna-
- Pero eso poco importa, son fábulas.
- También los conquistadores  que arribaron en el nuevo mundo buscaron el gran secreto.- Dijo tenaz-. Científicos, médicos, astrólogos, guerreros, alquimistas, exploradores y asesinos celebres, trataron por todos los medios de hallar un camino hacia la inmortalidad.
- ¿Y lo consiguió alguno?
- Según la leyenda Gilgames encontró la flor de la inmortalidad en el fondo de una laguna, pero tras tanta peripecia, en un estúpido descuido una serpiente se la arrebató, devolviéndola una vez más a las aguas- dijo como si pretendiera hacer entrar en razón a don Germán- Y en cuanto a Ponce de León y su ardua  búsqueda por hallar la fuente de la eterna juventud, existen testimonios fidedignos de que…
- ¿Testimonios fidedignos?
- Sí, sí, algunos componentes de la mencionada expedición, alcanzaron una edad sorprendente para la época. Un tal Pedro de Carvajal murió en Sevilla a los ciento diez años y otro de  los expedicionarios, Francisco Requejo falleció en Salamanca a la edad de los ciento seis.- apuntó a modo de represalia-, tomé los datos en la casa de contratación, donde figuraban las fechas de los albaranes de sus negocios.
Don Germán sonrió con cierta ternura. No quería mezclarse en una discusión tempestuosa. Más de una vez habían terminado enfadados y, sin embargo, volvían a lo mismo.
Don Gonzalo pareció decepcionado ante la falta de reacción del doctor. Lo miró sin alterarse. Vació su copa y la puso junto con el libro al lado de su amigo.
- La búsqueda se ha iniciado y se han obtenido resultados portentosos- afirmó hacinando teorías- Y usted, como médico, lo sabe. A lo largo de la historia, han existido plagas que han hecho tambalearse a la especie humana. Desde la peste hasta la tuberculosis, pero siempre y de alguna manera milagrosa, conseguimos alcanzar mayor longevidad.
Don Germán caviló ante el fuego.
Los leños ardían desprendiendo un aromático olor a bosque. A sus espaldas, el sebo de las velas goteaba soltando gruesas lágrimas sobre los candelabros. Había una gran multitud de ellos apostados a lo largo de la suntuosa sala.
El doctor sonrió apático. Cierto era que los nuevos descubrimientos alargaban la vida, pero lo propuesto por don Gonzalo, era otra cosa. No tenía nada que ver y  sonaba a mera charlatanería. En un acto desesperado, su amigo, trataba de hurtar minutos a la muerte y tacañearle  tiempo a la vida.
- ¿Dónde quiere llegar a parar?- le preguntó después de  una larga pausa-
Don Gonzalo se apartó las lentes de los ojos, y tras frotárselos, retornó a ponérselas. Estaba cansado, agotado y enfermo.
- Mis días están contados - dijo convencido-. Lo noto, pero aún busco respuestas.
Don Germán le contempló dubitativo, luego sonrió.
- ¿Qué clase de respuestas?
No le gustó la pregunta.
          El viento agitó los cristales y las armaduras apostadas en la entrada, quisieron cobrar  un poco de vida.
- ¿No cree que puede haber algún ser inmortal entre nosotros?- le interrogó como dejándolo caer al azar-
Las fantasías de don Gonzalo iban más allá de lo que esperaba. Era sorprendente lo que lograba la degeneración progresiva de los cuerpos y las mentes.
- ¡Ah, veo que me toma por loco!- exclamó sin enfado en la voz y volviendo a sentirse bastante animado-
Don Gonzalo se levantó. Se le veía excitado, como si quisiera compartir un gran misterio.
Cogió su copa vacía y fue con ella hasta el mueble de los licores. Se sirvió de la botella de brandy.
Don Germán lo miró meditabundo. Allí recortado sobre el ventanal, semejaba ser un espectro fantasmagórico.
 De repente,  se volvió sobreexcitado.
- ¿No ha escuchado algo?
Prestó atención pero tan solo le llegaron los murmullos del viento y el furor de la lluvia en la tempestad.
- Es el viento golpeando contra el cristal- le respondió-
- Sí, sí, eso debe ser.
A veces, oía cosas raras en la casa, especialmente en las habitaciones de Rebeca.
Eran pequeños sonidos casi imperceptibles, que solo él podía sentir. Eran pasos, ruidos vaporosos de vestidos deslizándose.
Sonrió nervioso a su amigo y volvió al tema que le concernía.
- ¿Ha oído hablar alguna vez de Nicolás Flamel?- preguntó con voz ensimismada-
Don Germán negó desde su sillón.
- Fue un alquimista francés que según cuentan  encontró el secreto de la inmortalidad- anunció acercándose al ventanal-. La leyenda asegura que durante uno de sus sueños, un ángel le anunció que adquiriría un libro poseedor de todo el saber antiguo.
El médico prefirió no decir nada y guardar  riguroso silencio.
- A la mañana siguiente un joven mendigo llamó a su puerta y le dio un libro con las cubiertas de latón. Curiosamente se trataba del libro de su sueño. Desgraciadamente el libro estaba escrito en un lenguaje cabalístico, indescifrable. Nicolás se vio obligado a recorrer toda  Europa durante veinte años, buscando a un traductor.
Don Germán sonrió con interés.
- ¿Lo consiguió?
- Aseguran que así fue.
- ¿Y usted lo cree?, vamos por favor, ese personaje probablemente no haya existido- recriminó con convicción sublevándose a tales supercherías-.
- Se equivoca- respondió resuelto-. Su casa aún continúa levantada en París, yo la vi con Rebeca.
- Bueno, ¿y qué?- inquirió el médico harto de semejante conversación-. Es una casa, eso no demuestra nada, la historia está plagada de personajes enigmáticos, mitad ficción, mitad reales, Fausto sin ir más lejos, pero usted nunca ha creído hasta ahora en tales supercherías- estalló perdiendo un poco la paciencia-. La ciencia posee limitaciones infranqueables, son un equilibrio básico y constante consagrado a unas leyes perpetuas.
Don Gonzalo fue hacia su amigo.
Las dos armaduras vigilaron sus movimientos.
Alzó la copa para beber y sin consumir el gesto, permaneció estudiándole por encima del delicado cristal.
- ¿Nunca ha creído que algo se nos escapa?- preguntó con aquella extraña euforia-. ¿No cree que entre todas esas leyendas exista una realidad un tanto desfigurada?
Don Germán sintió verdadera lástima y notó como se rompían mil palabras, mil explicaciones lógicas. Delante  de él estaba su mejor amigo, el único que le quedaba, su familia al completo y el tiempo se agotaba. Era un proceso que había presenciado una vez tras otra.
-¿Y cuándo te toque a ti?- se preguntó consternado-. ¿Serás tan científicamente exacto?
Don Gonzalo seguía allí, aguardando una respuesta, con la copa en la mano y la misma expresión.
- ¿Compraría la eternidad?- le preguntó de pronto don Germán-
- Desde luego que sí- respondió sin dudar-
La vida es un suspiro de tiempo, la muerte un concepto: Eternidad. ¿Y qué es la eternidad?, un océano inmóvil sin relojes ni péndulos, algo estancado que  permanece ausente.

Don Gonzalo pensó por un segundo antes de proseguir.
¡No!- se corrigió-, es mucho menos que eso, es el éter  muerto, el aborto absoluto dentro de un útero seco.
Si tuviera en mi poder el libro de Nicolás Flamel, la muerte no me alcanzaría, lograría burlarla.
Don Gonzalo señaló la habitación y al cabo de un momento volvió hablar.
- Lo vendería todo por conseguir mi meta.
Sus palabras incrementaban aún más su demencia.
Don Germán suspiró confundido. Su pertinaz insistencia le inquietaba. Era tal su obcecación  que le sonó a locura.
- Dígame doctor, ¿no intentaría evitar la muerte cuando esta llamara a su puerta?, ¿no pactaría con el mismo Lucifer?, también sé de muchos casos al respecto, los Satánicos están muy de moda en Inglaterra y Francia, proliferan como un nuevo movimiento que cada vez va acogiendo a un mayor número de acólitos.
         - Excentricidades de millonarios aburridos- se atrevió a decir exasperado- , chiflados que no saben en qué gastarse sus dineros.
         - Y sin embargo- continuó ensimismado- el diablo siempre ha prevalecido a lo largo de todas las culturas.
Don Germán le sostuvo la mirada desafiante. No obstante volvió a mostrarse clemente. De algún modo se sentía incómodo dilapidando las esperanzas de los hombres.
- El diablo- murmuró pensando en la caída del ángel más bello y en un diamante rompiéndose-
         - Los más poderosos han recurrido a Él.
- Pero no usted don Gonzalo, no usted…
- ¿Y qué le hace pensar que no?- bromeó sin gracia-
-   Muy simple, es como yo, no  cree en Dios ni en Belcebú, no cree en nada.
Don Gonzalo guardó un poco de silencio, después asintió con tristeza.
-Una lástima- dijo sin saber a qué más recurrir y luego retomó el curso de la conversación-, pero dígame, ¿no trataría de evitarla de alguna forma?
Evitar a la muerte- caviló por unos segundos hasta que asintió-
- Desde luego, es una actitud instintiva- se aventuró a decir con seriedad-. Pero no lo haría por medios exotéricos, que llaman al mundo de la farándula.
No existen los libros mágicos, ni  pociones que otorguen  la eterna juventud y mucho menos pactos con el maligno.
El otro pareció no escucharle.
- ¿Y a qué otros medios recurriría?- interrogó enigmático como dando a entender que no se le escapaba ninguna otra posible solución-, ¿compraría los servicios de algún saca mantecas?, he oído decir que con  las asaduras de los niños, el untó, curan la tuberculosis…
- Pero, ¿por quién me toma?- inquirió enojado el doctor alzándose un poco del sillón-
- Vamos, vamos no se ofenda, usted sabe tan bien como yo, que son muchos los que han pagado los servicios de asesinos sin escrúpulos, para raptar pequeños y destriparlos- prosiguió empleando un tono acuciante- , ¿no ha escuchados historias sobre el hombre del saco?
- Pues claro- respondió sobrecogiéndose-, pero no le creo capaz de semejante monstruosidad. 
- Pues sepa usted que lo he pensado- reconoció  humillado con su propia conciencia-
Incongruentes le resultaron sus palabras, sin embargo le produjeron un inquietante escalofrío.
El rostro deslucido de don Gonzalo surgió plagado de arrugas maléficas. Algo repulsivo subyacía en su interior.
Hubo un instante de espera, dónde hombres siniestros, aparecieron cargados con sacos, lágrimas y carne muerta.
No soportó la visión de aquel desfile macabro, cerró los ojos y optó por hablar.
-Yo personalmente no tendría ningún trato con sicarios ni realizaría invocaciones de ningún tipo, más bien echaría mano de un notario y pondría mis asuntos terrenales en orden, luego procuraría meditar sobre mis actos y consecuencias.
Don Gonzalo lo miró perplejo. Escuchó sus palabras consoladoras, pero le llegaron como glumas áridas.
- Esperaba algo más- reconoció con tristeza mirándole por el hueco dejado entre sus lentes caídas-
Un mundo hierático y empañado surgía a su alrededor, hasta que volvió a enfocar a su amigo.
Don Germán asintió cabizbajo.
- Creo que es el mejor momento para hallar la paz en uno mismo- prosiguió el doctor sin ánimos de solucionar la delicada cuestión- busqué la reflexión, morir bien es un arte digno de caballeros.
Don Gonzalo se sintió como un general, entregando su sable al enemigo. La rendición incondicional, las banderas en el suelo, los pequeños tambores muertos, soldados de rostros ausentes aguantando estoicamente la lluvia y la vergüenza. Estaba hundido en el lodo.
El sonido de la lluvia se hizo intenso.
Don Germán evito hacer un gesto de desagrado. Conservó infinidad de dudas al respecto. Era demasiado frustrante contemplar el estado en el que se hallaba su amigo. Procuró desviar la conversación. Sin un sentido específico, nada salvo dolor podía sustraerse de ella.
Para su gran sorpresa, fue el propio don Gonzalo quién llevó el tema por otros derroteros.
- ¿Qué se dice por ahí, sobre mí?- interrogó impávido, a pesar de tratarse de una cuestión tras descendente-
Don Germán volvió a sentirse portavoz del pueblo.
- Les preocupa a quién legara sus bienes. Su futura muerte les roba el sueño, no paran de preguntarse lo qué ocurrirá con sus puestos de trabajo en la fábrica.
- Es lógico- acertó a decir sin dejar de mirarlo-
- ¿Y qué hará al respecto?- inquirió curioso-
Don Gonzalo pareció divertido. Su animosidad era sorprendente.
- Lo tengo todo dispuesto- aseguró con indiferencia- Tras realizar algunas averiguaciones he optado por legar mi fábrica a don Gabriel Llaneza, un primo mío que emigró a las Américas. Poco o nada sé de él, salvo que es mujeriego empedernido, amante de los peores vicios. En resumidas cuentas un sinvergüenza derrochador.
 Como puede apreciar dejo mi dote en buenas manos.
Don Germán no pudo evitar sonreír. De nuevo se hallaba en presencia de su antiguo camarada, el otro, el que temía a la muerte, era tan sólo una sombra, un fantasma.
- Tardará poco tiempo en dilapidar mi fortuna, tengo fe de ello.
- ¿No hablará en serio?
- Desde luego.
- Pero no puede usted hacer eso- estalló borrando por completo su sonrisa-. Son muchas las familias que quedarán sin trabajo.
- ¿Y qué?
- ¿Cómo que y qué?, ¿no le importan?
- Ni lo más mínimo- dijo sincero-. Vamos don Germán, usted sabe que no soy respetado por mis obreros, son como ratas grises que ponen muy buena cara cuando estoy en su presencia  y en cuanto me giro, corren a tacharme  de loco nigromante.
Ni les importo, ni me importan.
Don Gonzalo se acercó más a su amigo.
- Además, don Federico me ha puesto al corriente de lo mal que van las cosas, en cuestión de cuatro o cinco años, no tendremos árboles que talar. Ni árboles ni carbón con los que alimentar los hornos. Hemos desforestado la zona y costará muchas pesetas traer madera de otros lugares- don Gonzalo lo observó interesado- ¿Qué puede hacer el inepto de mi primo?, ¿anticipar un poquito más la ruina que se avecina?
-Pero esas gentes perderán sus puestos de trabajo y…
-Si quieren trabajar que trabajen la tierra que de ella les saqué.
Don Germán lo miró pensativo. No sabía si despreciarle o admirarle. Hombre de recursos e ingenio vivo sí que era en verdad.
Pobre don Federico, siempre defendiendo las pesetas del señor y ahora contemplaría como un desconocido vaciaba  a manos llenas la herencia.
La situación tenía algo de divertida,  era la creación de un genio.
Pero, ¿y los cuadros?, ¿y la casa?
Prefirió no pensar en la destrucción de tantas riquezas artísticas.
De repente, Don Gonzalo giró hacía la ventana. Al hacerlo, una parte del contenido de su copa, cayó sobre la suntuosa alfombra.
            Sus ojos brillaron tras las monturas de sus lentes, y después se volvió expectante hacia don Germán.
-  ¿No lo  ha oído, verdad?- preguntó sin esperanza-
El doctor sentado en su sillón lo observó atónito.
-¿Qué he de oír?
- Escuche atentamente- le dijo concentrado-. ¿No oye pisadas?, son zapatos de tacón, zapatos de mujer, ¿no oye?, ¿no percibe esas risas?
Advirtió un toque de demencia en su rostro. Don Gonzalo ofrecía un aspecto sumamente demacrado y ojeroso. Sus ojos, muy rojos ante la falta de sueño, miraban con un brillo especial.
- Se que no son reales- puntualizó con aquella trágica euforia que le envolvía por entero-. Pero yo, por las noches escucho cosas, son murmullos y jadeos que de algún modo conciben melodías antiguas.
Desorientado vació la copa de un trago.
-Es una música-se detuvo durante unos segundos, intentando buscar las palabras-, con unos tonos extraños que suenan ha chirridos, coros fúnebres o cantos de cigarra. No puedo explicarlo.
De pronto deshecho la conversación por completo.
- ¿Me estaré volviendo loco?
- Debería dormir más- le dijo convincente-
- ¿Dormir?, no. No soportó estar tumbado- construyó una sonrisa falsa y después concluyó- Asoció estar acostado con la posición en la que descansan los muertos en su ataúd.
El doctor le miró con gesto alarmante. La conversación resultaba exasperante, de hecho, sintió la necesidad de marcharse y dejarle sólo.
- Si lo desea puedo proporcionarle unas pastillas que han salido recientemente del laboratorio- repuso-, descansar le vendría bien.
- Ni las pastillas ni el opio del que me sirvo logran acallar la música. Es como si las acentuaran aún más-se detuvo para escuchar-Y también están las pisadas…
-Esas pisadas tan sólo existen en su mente, no son reales-atinó a decirle- al igual que la melodía.
Don Gonzalo sonrió a su amigo.
- Quédese a cenar- dijo pletórico-
Don Germán aceptó sin ganas con una sonrisa.
Era poco probable que volvieran a repetirse aquellos debates.
Sin duda, sería la última vez que le vieran sus ojos.

                                         - IV-


El cementerio era para él. Le pertenecía.
Pese a ir muy abrigado don Gonzalo sentía el frío. Un frío húmedo que penetraba en los huesos.
Una luna empañada surgía entre nubarrones. Su luz carecía de belleza alguna. Estaba suspendida, derramando sombras entre hiedra, cipreses, fotografías de muertos, olvido y cruces.
Acudió resuelto a su cita. Le gustaba visitarla. El hecho de hacerlo, aliviaba sus inquietudes.
Sorteó una lápida desgastada y tras una pequeña verja, surgió la cripta.  La examinó con especial atención.

Los dragones serpientes seguían arriba, esculpidos como perversos ángeles negros de alas plegadas. Sus mandíbulas cargadas de musgo parecían querer ladrarle a la luna.
La cripta de don Pascual y la suya eran las únicas que mostraban una nota artística en el cementerio, el resto del conjunto, denotaba pobreza y descuido. A penas unas cruces de palo con una chapa para el nombre.
Le costó respirar. Todo el cementerio ascendía levemente y cualquier esfuerzo le perjudicaba.
De pronto, escuchó el golpear de la puerta de hierro. No la había cerrado y el viento la batía de cuando en cuando.

Aspiró un aroma a flores y tierra húmeda. No le gusto el olor, le recordó a la muerte. Una muerte sin principio ni final.
En lo alto las nubes oscuras ensuciaban claridad y noche.
Atento a cualquier cambio, observó los desdibujados contornos.
La lóbrega campiña quedó sumida entre vapores y alucinaciones, provocadas por las excesivas dosis de opio. Hallábase ante un paraje muerto, parado y silencioso.
Un frío gélido le obligó a cerrarse el gabán.
Con sosegado mirar, don Gonzalo detuvo su atención en la cripta de don Pascual. Hacía ya más de tres meses que había fallecido.
Irremediablemente pensó en el estado en el que se encontraría el cadáver. El último acto de una tortuosa e inexplicable metamorfosis.
¿El propósito?
¡Ah!, pero ¿contenía un propósito semejante cambió?- se preguntó aferrándose a su bastón-
Un ciclo sencillo y natural, abono, estiércol para la tierra.
Sí, sin duda era la única función práctica que se le ocurría.
Entonces supo que pronto sería raíz, árbol, mineral, tierra y detritus.
Don Germán le explicó el proceso, él mismo lo presenció paso a paso con Rebeca. No se opuso a la degradación del cuerpo, solamente trató de averiguar una respuesta, nada más.
Al principio el cadáver caía en un estado impredecible, donde la palidez y los tonos violáceos maquillaban las expresiones del difunto transformándolas por completo. Luego, la rigidez muscular solía ocasionar fenómenos sorprendentes.
Los ojos de Rebeca terminaron abriéndose sin pretexto alguno y sufrió verdaderas contracciones.
Ella no quería morir, se opuso al óbito, pero a pesar de ello fracasó al igual que fracasaría él y quienes le siguieran.
Oponerse resultaba patético y ridículo.
La muerte, ruda, parca y silenciosa, destronó Imperios mofándose de cualquier arrogancia mundana.
Don Gonzalo volvió a Rebeca. Siempre retornaba a su muerte, a su transformación en el íntimo refugio de la cripta. Observó los cambios operados, la metamorfosis del horror, deseando desvelar un misterio.
Los órganos interiores se desparramaron convirtiéndose en líquidos viscosos, y los microorganismos comenzaron su lento festín.
Una noche los gases hicieron reventar el abdomen hinchado.
Don Germán le explicó, que esto se debía al ascenso de la temperatura en el interior. Entonces se producía una macabra fermentación.
Según le contó el doctor, en ocasiones los gases eran capaces de provocar partos en los cadáveres de las embarazadas. Eran los hijos de la muerte, los que nunca vivirían.
Don Gonzalo se dispuso a entrar. Buscó en los anchos bolsillos de su gabán y encontró la pesada llave. Al sacarla se le cayó de la mano.
Con movimiento decidido recogió la llave encarcelando algunos miedos. Sin embargo por un breve intervalo, contuvo la incómoda postura.
Un lamento le hizo elevar el rostro.
Entregadas a su silencio las estatuas le devolvieron la mirada petrificada. Sus ojos se clavaron en los del ángel custodio que montaba  guardia en la entrada. El ángel poseía  espantosas grietas en sus alas. Su rostro solemne  iluminado por la fría luz de la plata, pareció mover los labios y advertirle, pero él no hizo ningún caso.

Últimamente, las cosas eran diferentes. A penas las prestaba ya importancia.


Lo que más le asustaba era ver abiertas las puertas que juraría haber dejado selladas.
A veces, cuando volvía a cerrarlas permanecía minutos enteros intentando reconstruir sus movimientos.
Pero si la he cerrado- solía decirse, contra todas las reglas de la naturaleza-
Tomó la llave y se incorporó quejumbroso. Permaneció expectante intentando detectar nuevos sonidos.
El ángel continuó sin moverse, incitando a la meditación y al silencio.
No recibió ninguna señal.
Sin embargo aquel lamento áspero y estertóreo le heló el corazón.
Después de unos segundos, fue incapaz de determinar que había pasado.
¿Viento?
Sí, aquello debió  ser- pensó incrédulo-
Sabía que en los cementerios los ruidos naturales, solían confundirse con  aparecidos.
Estaba acostumbrado, no obstante, se sintió atacado por los nervios. Trató de olvidarse de los monstruos que habitaban en la luna y abrió el candado de la cripta.
Sin más penetró en la oscuridad.
Olía a humedad. Una humedad diferente a la de fuera. Una humedad asfixiante y radical.
Avanzó despacio y entonces la negrura fue debilitándose poco a poco. La mortecina luz de la luna recortó sombras apenas discernibles. Las ventanas góticas de la cripta estaban repletas de una multitud de cristales de exquisita policromía. En ocasiones cuando los rayos lunares resbalaban sobre ellos, se creaba un entorno de pálidos colores.
 Sirviéndose de unos fósforos le fue fácil encender los velones del candelabro de pie. Don Gonzalo, conservaba varias cajas de cerillas para tales ocasiones.
Cuando miró de nuevo, las temblorosas llamas descubrieron un mundo cristalizado por el hielo. Una infinidad de carámbanos, le hicieron pensar en  lágrimas solidificadas.
Sus ojos buscaron un recuerdo ahogado a medias.
En la lápida no había epitafio, solamente permanecía el nombre de Rebeca con la fecha de  nacimiento y defunción. Por recuerdo, una fotografía vieja, acartonada donde ella mostraba su eterna belleza.
A pesar de los años pasados Rebeca continuaba observándole con aquel gesto tan característico suyo de severidad y eterno reproche.
De existir una respuesta al más allá estaba en aquel lugar. La cripta.
Pensar en Rebeca le obligó a introducirse en un paraje jamás compartido con nadie salvo con ella. Fue un acto pecaminoso, sin principios ni honor, algo injustificado que le acompañó desde el primer día que la conociera. Sin embargo, lo acepto, condenándose voluntariamente a ello.
El amor no dejaba de ser algo parecido a la muerte. En el erótico culminar del coito, asomaban esencias de principio y final.
A veces y a pesar de los años transcurridos Rebeca proseguía con su obstinación por influenciarle. La situación nunca pudo modificarse del todo. Muy a su pesar, su presencia continuó  manipulando y dirigiendo su vida.
De algún modo, don Gonzalo lo comprendió al poco de que  falleciera. Era un prisionero de su tumba, un fiel perro guardián de sus restos mortales.
Se sentía velado  por la perenne negrura de su alma sátira.
Era tan bella, tan perfecta y mimada, que la frivolidad tardó poco en convertirse en su reino. A partir de entonces, Rebeca empezó a despreciar lo feo y  vulgar.
Don Gonzalo perdió el juicio por complacerla. Obligado se vio  a despedir gente y cerrar tratos con verdaderos usureros. Pero nada era suficiente para satisfacer sus refinados gustos.
¿Pero como negarla sus disparatados antojos?
Tras el paraíso de sus cálidos besos, ardían las peores intenciones.
Morbosa, sádica, siempre fue por delante de él. Nunca pudo contener sus perversiones.
Se pasearon por las ciudades más ricas de Europa, Berlín, Londres, Praga y su hermosa plaza Starometske Namesti y París. París, París iluminada, París chorreante de luz eléctrica, un espectáculo impresionante, único en el mundo.
Ella se encaprichó tanto del milagro eléctrico, que don Gonzalo se vio forzado a traer obreros especializados del extranjero, para hacer una complicada instalación en su mansión. Fue un capricho excesivamente caro. El más caro.
Pero eso no fue todo, asistieron a los bailes de sociedad, a la opera, le compró las joyas más exuberantes y los perfumes más exóticos. Los vestidos resultaron tan numerosos que constituyeron un verdadero problema durante los viajes. Jamás se puso el mismo dos veces y con los zapatos sucedió igual. Los zapatos tenían en ella un sorprendente influjo sexual.
Rebeca careció de límites y escrúpulos.

                                                                 

Su dominio sobre él, adquirió unas proporciones absolutistas. Nunca logró trazar plan alguno. Ella los desbarató sin ápice de consideración.
A pesar de los esfuerzos todo cuanto hacía o decía era trivial, Rebeca lo gobernaba a su antojo.
Don Gonzalo, leyó su nombre en la lápida. Permaneció impasible y después apartó la vista.
Cuanto llegó a desearla.
A veces se detenía ante su tocador para observar los distintos frascos, las perfumeras persas, el cepillo con algunos de sus cabellos y se estremecía de pavor. Sólo faltaba ella sentada en su silla sobre el cojín bordado y mirándose extasiada a través del espejo. Aquel espejo fue el único que no rompió durante su enfermedad.
Al cabo de unos segundos, la realidad volvió a tocarle.
Oyó los escarabajos de tierra, oyó  su arrastrar tenebroso. Don Gonzalo evitó la melancolía y retornó al presente.
El mausoleo resultó desproporcionado, una tumba faraónica.
Los detalles y acabados costaron lo indecible, y ahora el silencio imperaba en semejante reino. La muerte imponía su jerarquía sobre cualquier trivialidad mundana. Sólo la muerte logró arrasar  la belleza y la banalidad de Rebeca.
La prodigaron mil cuidados, pero no hubo consideraciones.
Don Gonzalo sonrió para sí.
El lastimero gemido de la puerta del cementerio continuó sonando de tarde en tarde. Representó una clara línea divisoria entre sus reflexiones y la realidad.
Ella volvía siempre a él. En sus recuerdos abundaban las peores manifestaciones humanas, un despliegue efusivo de maldad y erotismo salvaje que terminaron por gustarle.
Con tales juegos, don Gonzalo llegó a perder su reputación de caballero. Sufrió infinidad de burlas, pues ella no tardó en rodearse de apuestos aduladores. Fue inevitable, había muchos fanáticos entregados a su belleza. Los amantes reconocidos crecieron como las espigas de trigo.


Hubo desafíos y suicidios entre ellos, pero a ella le gustaba la sangre. Por un tiempo se alimentó de los corazones rotos.
Sus esperanzas y orgullos lisiados.
Don Gonzalo retó a un joven desafiante, lo hizo solamente una vez, en presencia de todos. En realidad quiso acabar con su existencia, terminar cuanto antes. Buscó la muerte igual que ahora ansiaba eludirla. Una muerte honrosa que curara las heridas del corazón. Cuando disparó, cerró los ojos, hubo un estruendo y después el duelista cayó abatido por una bala alojada en los pulmones. Le acertó milagrosamente. Lo vio morir poco a poco y nunca más volvió a esgrimir arma alguna.
Aún le pareció oler la pólvora y escuchar su risa.
El escándalo crecía por donde ella pasaba, pronto tuvieron que partir, alejarse de las grandes ciudades, recluirse en aquella casa. Y entonces sucedió lo inexplicable. Ella cambió.
Fuera la verja de hierro golpeó con excesiva fuerza, demasiada fuerza, como si fuera una broma del pequeño Antoñito.
Don Gonzalo dudó de sus sentidos, el viento no podía zarandearla con semejante brutalidad.
¿No sería una invención de sus sentidos?, sí, quizás se debiera al opio, sólo a eso. O tal vez fuera el niño amortajado que avanzaba a su encuentro.
Por un momento le llegaron escenas borrosas de chinos diablo encendiéndole las pipas y dándole masajes. Eran seres que pertenecieron a un mundo de dragones, tatuajes y prostitutas de ojos del color del jade.
Se halló en un estado incierto. Tal vez fuera por eso por lo que volvió a pensar en Rebeca.
Sí, ella cambió, no supo exactamente por qué razón, acaso la sangre en sus manos, o el rostro pétreo del joven duelista expirando. El caso es que terminó convirtiéndose en algo semejante a  una mujer honesta. Fue algo desconcertante e inapropiado, algo que le confundió en extremo, pero preferible a sus vicios.
Justo al año de su transformación enfermó de gravedad.
Rebeca perdió el apetito y cualquier minúsculo asomo de alegría. Con el tiempo, su mezquina enfermedad, la hizo sucumbir en la mayor degeneración.
Al cabo de unos meses, Rebeca odió a Dios, odió a las gentes saludables y sobre todo le odió a él. Su odio fue tan tenaz,  que le martirizó con toda clase de torturas. Pequeñas pero constantes. Pedía y exigía las más ridículas atenciones.
Jadeaba, cambiaba los ritmos de la respiración, tosía, vomitaba, se ensuciaba encima, tiraba vasos, bandejas, sólo con la finalidad de molestarle.
Cualquier muestra de bondad desapareció de su rostro.
Suspiró retrayendo recuerdos.
Procuró mostrarse gallardo y fiel a sus deberes de esposo, pero por más que lo intentó no lo consiguió. La realidad fue más fuerte.
Rebeca le colmó de tantos desdenes que terminó hundido en una extraña depresión. Quiso que muriera. Trató de evitarlo sin resultado alguno. Fue un sentimiento espantoso. Contravino a su fiel amor y lo que no pudieron destruir los celos, lo logró la  decadente enfermedad. Su idea se transformó en paranoia.
Ya fuera debido a su insuficiencia, ya fuera debido al agotamiento excesivo, la lenta y prolongada agonía  marcó un profundo resentimiento.
No pudo nunca imaginar su vida sin ella, hasta que una mañana se dijera.
-  Muérete de una vez.
Un odio pertinaz devoró su ánimo y ella, muy a su pesar, no moría. Continuó  echada, mirándole, vigilando cada uno de sus movimientos, conspirando e intentando cambiarse por él.  Vivir cuarenta años más, robárselos, dejarle sin nada, absorber su tiempo, sus minutos, sus horas y segundos, todo y escapar a la muerte. Escapar, escapar…
Su belleza desapareció y ello conllevó a que sus expresiones cambiaran notablemente. Rendida a la enfermedad, Rebeca optó por romper cuantos espejos caían en sus manos. No soportaba ver sus ojos dilatados mirándose a sí misma.
Los cabellos comenzaron a caerse por puñados, descubriendo gran parte de un cráneo cubierto de pústulas.
Rebeca también se vio privada de algunos dientes. Los labios agrietados semejaron ser una delgada línea torcida, las manos garras, el cuerpo un amasijo pestilente de llagas y pus. Y aún así, ella continuó atada a la vida.
Por fin murió un domingo por la tarde, lo hizo sin ponerse a bien con Dios y hablando en su delirio de demonios y criaturas dantescas.
El cura, don Ramón, le dio la extremaunción y partió consternado. No logró salvar su alma. Rebeca se fue condenada.
Don Gonzalo recordó como sus ojos terminaron apagándose en la inmensidad de un punto vacío y despiadado. Y mientras la observaba, ella le transmitió el peor de los secretos.
Rebeca no vio a Dios, no vio vida, sólo muerte, amargura… la nada.
Fue su venganza sobre los vivos.
“La desnudez de la  nada os espera”.



Don Gonzalo se estremeció.
Lo vio, pudo vislumbrarlo en sus pupilas sin sustancia, sin luz. Entrevió vaharadas de tinieblas deslizándose sobre osarios infinitos. Y más allá, tras las calaveras deformes, los colores se perdieron en mitad de la disolución más absoluta.
No, no quería morir. Ella no le aguardaba. Los muertos no aguardaban, no esperaban a sus seres queridos, habían dejado de sentir y ser.
Después de memorar aquellos terribles episodios, trató de calmarse.
De algún modo, la luz de los velones languideció extrañamente. Los objetos cambiaron durante un segundo se alargaron en un calidoscopio de vidrieras y llamaradas.
Fuera, el aire gimió y después, el gemido quedó convertido en un lamento.
Esta vez lo oyó muy cerca. Don Gonzalo permaneció quieto, estaba a su lado, junto a él, tras la puerta.
Cuando quiso darse cuenta, una lluvia pesada barrió con aplomo el mundo exterior.
Giró despacio, un sudor frío se pegó a su cuerpo.
Al cabo de un rato, suspiró y trasladó sus feas inquietudes.
Ante él, la puerta entreabierta de la cripta mostró un trozo de noche cuajado de cruces y agua. Una vaga sensación de temor fue adueñándose de su cuerpo.
¿A qué le temes?, ¿a las fotografías de los hermanos muertos?, pobres niños, pobres de nosotros- pensó aferrado a una idea tan terrible, que no terminaba de germinar-
Notó los furiosos latidos de su corazón enfermo. Quiso parar su ritmo, tranquilizarlo, pero fue en vano.
- ¿Quién anda ahí?- preguntó con voz  agitada-
Su interrogativa, surtió un efecto patético en el cementerio.
El viento aulló profiriendo lamentos desgarradores. En su ulular, se escondían palabras atroces, reproches que nublaban los sentidos, cánticos del miserere de Bécquer.
“Miserere mei; Domine, secundum magnam misericordiam”
Lo escuchó perfectamente, pero no pareció mostrarse sorprendido.
Era el opio, el fumadero, los chinos viejos y escuálidos, las estelas nebulosas y aquella nefasta música que oía incesantemente.
Un rosario de hojas, cruzó a través de la abertura.
Entonces la puerta se cerró de golpe, produciendo un ruido seco y despoblado.
Permaneció inmóvil, como a la espera, aguardando otro acontecimiento más.
Una vez que afrontó la situación, comenzó a sentirse si cabe mucho más indefenso.
Preocupado por los latidos del corazón, aflojó su bufanda y optó por quitarse el sombrero. Se le cayó este de las manos, pero no le importó lo más mínimo, ni siquiera lo recogió.
De repente un pensamiento tonto, arrastrado por el pavor, le obligó a dar unos pasos y a dejar su bastón en un rincón.
Don Gonzalo tocó la puerta y presionó hacia fuera.
¡Imposible!. ¡Estaba cerrada!
Una risa estúpida, estalló en su garganta. Una carcajada sin gracia.
Nadie podía haber echado la llave desde el exterior porque la llevaba en su bolsillo. Era imposible cerrar la puerta sin ella.
Quizás sus razonamientos fueran debidos al miedo, pues lo que ocurría escapaba a cualquier lógica.
Hizo fuerza repetidas veces con ambas manos pero no logró el más mínimo resultado. Sencillamente no se movió. Estaba ajustada.
Al cabo de unos instantes de esfuerzos infructuosos, decidió tranquilizarse un poco. Al fin y al cabo, todo lo más que podía sucederle es que  se viera forzado a pasar la noche encerrado. Nada más.
¿Nada más?
Soltó otra risita nerviosa.
Por la mañana alguien iría a ver a sus muertos y él, se limitaría a pedir auxilio.
Instintivamente puso de manifiesto su lógica científica. Giró y observó su reserva de velas. Conservaba más que suficientes. No terminaría a oscuras. Quería luz.
Hacía frío. Mucho frío.
Retrocedió unos centímetros y de pronto, aplastó su sombrero.
La situación se le antojó ridícula.
-¡Maldita sea!
Le fue inevitable no pensar en el día siguiente.
¿Quién sería el primero en descubrirlo?, fuera quien fuese, pondría al corriente a toda la población.
Un nuevo escándalo.
- ¿A que no sabéis a quién han encontrado encerrado en su cripta?
         - No me lo digas, no me lo digas…
Sonrió para sí al imaginarse los comentarios de quienes tanto le envidiaban.
Inesperadamente la llama del velón se apagó.
Don Gonzalo, avanzó  sobre el pequeño altar de oraciones.
Su corazón continuó golpeando el pecho como un martillo.
Ansioso buscó los fósforos y encendió la llama.
Una vez más respiró más tranquilo.
Fuera oyó el viento gimiendo entre cipreses y lápidas. La lluvia caía incesantemente.
¡Un momento!
¿Y sí lloviera toda la noche y parte del día siguiente?, ¿y sí en lugar de un día, fueran dos, tres o diez?, ¿vendría alguien a visitar a los muertos?
Era poco  probable.
Tragó saliva.
Una vez que llevó acabo sus reflexiones, no pudo evitar, sentirse mucho peor.
Sería sublime morir en el interior de una cripta, la mejor muerte para alguien que no deseaba morir.
Meticuloso, don Gonzalo examinó el recinto. Quizá y debido al efecto de las velas, le resultó mucho más pequeño de como lo recordaba. La única salida era la puerta. Justo encima de la misma, estaban las ventanas góticas. Demasiado altas y demasiado estrechas para un hombre como él.
Volvió a probar suerte con la puerta, no obtuvo resultados satisfactorios. De alguna manera se había encajado con excesiva fuerza.
Pero no estaba todo perdido. Alguien le echaría en falta.
¿Echarle en falta?, ¿quién?, ¿el señor Antonio?
Don Gonzalo ahogó una maldición.
Su criado estaba convaleciente, don Germán le había mandado guardar cama durante quince días, cosa de huesos.
Pero, ¿y el doctor? ¿no estaría demasiado entretenido en su gabinete como para deparar en su ausencia?
 Los catarros y bronquitis, estaban a la orden del día en tales fechas.
 Por tanto, sólo le quedaba  su contable don Federico. Pero el hombrecillo se tiraba semanas sin acudir a su casa por temor a sus propios reproches.
Podían pasar mucho tiempo, sin que nadie se percatara de su presencia.
De repente supo que algo acababa de cambiar en el interior del panteón. Al principio no supo concretar lo que era, los escasos objetos permanecían inalterables, pero la inmovilidad, fue alterada.
Lo intuyó antes de pararse a comprobarlo.
El miedo azotó sus sienes.
Sus ojos miopes se deslizaron sobre la fotografía de Rebeca. Estaba preciosa, luciendo su mejor sonrisa.
Pero, ¿por qué sonreía?
Ella nunca sonrió, conocía la fotografía a la perfección, la tenía impresa en su memoria. Su imagen estaba transformada.
Pero, ¿cómo era posible?
Ahora Rebeca, ofrecía una sonrisa avariciosa, un rictus enfermo y despreciable. Fue como sí la expresión de su mirada hubiese atravesado por un páramo dantesco.
- No puede ser- habló para sí-
Se negó a mirar.
Las fotografías jamás cambiaban y las puertas no se cerraban sin llave.
Don Gonzalo dio la espalda a la fotografía. La puerta le aguardaba sellada, tomó impulso y se estrelló  contra ella.
El impacto fue contundente, pero no logro hacerla ceder.
Aun así golpeó una vez tras otra. Lo hizo con desesperación salvaje, sin conseguir el más leve movimiento.
Entonces dedujo que estaba loco.
Era tal su miedo que no quiso volverse, no soportaría la mirada taladrante de Rebeca, ni su sonrisa.
Quería marcharse, guarecerse bajo la protección de su casa.
Pensó en los viejos volúmenes de su biblioteca, en el acogedor calor de la chimenea, pero le resultaron inalcanzables.
Ahora, la posibilidad de ser rescatado por una vieja beata, le pareció un sueño placentero.
¿Por qué nadie abría aquella condenada puerta?
Oyó un deslizar de vestidos a sus espaldas.
¿Serían las hojas que se habían colado por la puerta?, ¿qué sino?
El sonido persistió. Se aproximaba a él.
Ahora cambió hasta convertirse en susurros y compases indiscriminados.
Algo o alguien caminó lentamente a sus espaldas, algo que aplastaba con su peso la hojarasca revuelta.
Su corazón bombeó a un ritmo caótico.
Tenía que girar y volverse, entonces descubriría la respuesta a sus miedos más aborrecibles. Sí, eso era.
Probablemente toda la cripta estaría invadida por una masa de pequeñas criaturas. Escarabajos, arañas, insectos, reptiles, el horizonte de huesos y ella avanzando despacio, amortajada, cadavérica, sin dejar de sonreírle.
Pero los muertos, muertos están y no logran retornar- pensó tratando de controlar un pánico creciente- No existe nada tras la muerte.
Sus ojos asustados recorrieron la puerta cerrada e hizo ademán de salir huyendo, pero la huída chocaba contra aquella infranqueable barrera.
Oyó una respiración entrecortada, bronquial y sintió su aliento caliente acariciando su nuca.
- No puede ser.
         Dio un grito ahogado, aunque supo que no serviría de nada.
Oyó música, palabras, susurros, millones de susurros.
Por un momento pensó en la canción de aquel romancero.
¿Por qué?, ¿por qué pensó en él?
La letra de su extravagante trova, cruzó la noche.
                  
Pobre del que no la corteje.
Desdichado será el que no valla a su encuentro
pues permanecerá para siempre
en el país del nunca jamás.


                                                                                             
Sintió un profundo dolor en el pecho. Un dolor que nunca antes sintiera, y de pronto, lo supo con certeza.
Era la hora, su corazón acababa de fallar.
Las notas de la melodía le hicieron pensar en una edad tan antigua que le dio vértigo. Era una época de templos metálicos y Reyes demonio que gobernaron mucho antes de que Jericó fuera alzada.
Sintió una repentina falta de aire.
Al cabo de un segundo, algo explotó bruscamente en su interior.
El terror de los terrores se entrecruzó en aquel punto. Un punto interminable, habitado por un paroxismo eterno de pánico y desesperación.
No quería morir, no estaba preparado. Se negó a caer y no alzarse, se opuso a no asistir a las siguientes navidades.
- ¡No!, ¡no quiero morir!
El corazón desbocado fue deteniéndose, parándose con suavidad.
El dolor se volvió inmenso, insostenible.
- No, no quiero- gritó intentando llenar de aire los pulmones-
Lo último que oyó fue la estrofa de aquella canción. Su canción.
                            Pues permanecerá para siempre
                    En el país del nunca jamás.

                                                 
             - V -

Lo encontraron muerto en el interior de la cripta. Por un momento pensaron que había sido asesinado, pues su expresión reflejaba un terror inusual. Pero no fue así.
El doctor diagnosticó que el óbito se produjo a consecuencia de una parada cardiaca. Nada más.
Sin embargo, Don Gonzalo nunca pudo ser enterrado. Don Germán no fue capaz de consentirlo por mucho que el señor cura insistiera.
Por algún fenómeno sorprendente, el corazón del fallecido, emitía unas levísimas contracciones que se repetían durante minutos, para luego detenerse durante horas y reaparecer mas tarde.
Era algo asombroso, nunca visto.
Don Gonzalo estaba muerto, no tenía dudas, pero su corazón daba algún que otro latido y su rostro enjuto, parecía cambiar constantemente. Nunca antes vieran sus ojos una cara tan atormentada como aquella.
¿Entonces qué ocurría?, ¿por qué no cesaban los latidos?, ¿por qué no se producía el proceso de descomposición?
El buen médico escribió a sus colegas más allegados y estos, incrédulos respondieron con bromas negándose acudir a su llamada.
Llevaba así dos meses. Dos meses de vigilia y falta de sueño.
Don Germán lo estudió una y otra vez, pero sin atreverse hacerle nunca la autopsia.
¿Cómo podía hacerse la autopsia a alguien cuyo corazón permanecía latiendo?
Era como si su buen amigo estuviera vagando por una inalterable eternidad de terror.
El reloj no se detenía y don Gonzalo atisbó en el último segundo un gran misterio. Un segundo que congeló su tiempo y lo embalsamó para siempre.
El doctor quiso estudiar a fondo tan increíble prodigio.
Los latidos sonaban a cualquier hora del día y de la noche, a veces no se repetían durante semanas y cuando iba a diagnosticar la muerte definitiva, retornaban con mayor intensidad.
Don Germán caminó despacio por el camino real, los pájaros trinaban en claro jolgorio.
Aquellos latidos pusieron punto y final a sus creencias científicas, pensar en ello era caer en la locura, no existía una explicación racional. Fue como abrir un sello deplorable. Pero continuó trabajando en pro de la ciencia.
La falta de sueño le hizo dudar de sus propias facultades, hasta le pareció oír un lamento convertido en palabras.
“Me muero, no, no quiero”
Don Germán decidió olvidar.
En ocasiones pensaba que de no haber sido robado el cadáver de su amigo, hubiese terminado enfermando.
Fue un enigma la desaparición del cuerpo.
Don Mauricio, el cabo de la guardia civil, guardaba algunas sospechas al respecto. Atribuía la macabra profanación a unos gitanos feriantes que pasaron por el pueblo con su espectáculo.
Justo a su partida el cadáver desapareció de su clínica.
Parecía la explicación más razonable.
Don Mauricio llevó el caso, pero no dieron con la pista de los gitanos. Lo cierto fue que no se molestaron demasiado.
Nadie quería hablar de los extraños sucesos.
Por un segundo recordó la sonrisa melancólica de su compañero. Don Gonzalo se portó con él como un verdadero camarada.
Le legó su fastuosa biblioteca, una verdadera fortuna en valor económico e intelectual. La única cosa que desde siempre envidió de él. 
Observó el campo verde, jugoso de agua.
Ahora las cosas surgían diferentes, hasta esperanzadoras.
Se sentía más sabio, había aprendido.
Era un día precioso, de esos en los que uno solo deseaba pasear y observar. El cielo y la hierba permanecían en un equilibrio perfecto, hermoso. Los tonos de color estaban coordinados como en un óleo.
Un grupo de aldeanos trabajaban el campo. Lo hacían alegres, con maestría, le transmitieron un cierto bienestar.
Escuchó sus risas, sus voces, eran vida.
El misterio de la vida y la muerte. El eterno dilema golpeó otra vez su mente, pero esta vez no quiso perderse entre sus redes, lo ignoró, como ignoraba la diabólica música que a veces sonaba dentro de su cabeza.
Era una melodía que sonaba a chirridos y cantos de cigarra, y por debajo de sus tonos, también advirtió voces espeluznantes de cosas que estaban muertas o  que nunca habían existió.
Alejó aquellos temores. Quería ahuyentarlos, hacerlos desaparecer. Tan sólo, ansiaba sentir el calor del sol, ensalzarlo, disfrutar del día a día, olvidarse de las profundidades marinas, olvidarse de Raúl bajo las aguas y del pobre don Gonzalo.
Hacía años que no se sentía también.
Se agachó para tomar con su habitual pulcritud una brizna de hierba, la mordisqueó captando su esencia. Hubo unos momentos de paz y después olió el aire, aspiró expandiendo los pulmones.
Era bello estar vivo.

        


EPILOGO:

Cuando la feria llegaba a Ávila, la ciudad cambiaba por completo. Niños y mayores paseaban por los puestos en busca del olvido cotidiano.
No toda la villa estaba allí, sino que también habían llegado pueblos vecinos de los alrededores.
Una inmensa multitud colorista se hacinaba en la plaza, infestada de coches, puestos y barracas. Las atracciones se alzaban pintarrajeadas sobre el fondo eterno de la catedral.
Los colores y los aromas se mezclaban con la música de los organillos, formando una especie de paréntesis. Un descanso en el tiempo.
El hombre forzudo mostró poco ocioso sus poderosos músculos mientras las apuestas eran controladas por vetustos estafadores. El forzudo de piel de tigre solía vencer casi siempre y  cuando esto ocurría, sonreía y se atusaba su ridículo bigotito. Y más allá, los timadores de los juegos de azar, hacían su festín ayudados por cómplices camuflados entre el público.
Las gentes consentían, se dejaban engañar. Querían espectáculo, evadirse de la monotonía de sus vidas insulsas con aquellos escenarios que memoraban las épocas de sus abuelos.
Era una feria de las de antaño, una feria fielmente reconstruida. Era una feria que les alejaba de internet y de la telefonía móvil.
Y lo que más llamaba su atención era la parada de los monstruos. Todos esperaban ver las mayores aberraciones de la naturaleza.
La mujer barbuda causaba risa, el hombre serpiente era un pobre desgraciado con una enfermedad epidérmica, y el fauno de los bosques, un enano con un disfraz horriblemente confeccionado. Las criaturas disecadas como sirenas, duendes y hadas, no pasaban de ser manipulaciones de taxidermistas experimentados. Pero había una  representación que cautivaba a las masas. Los atraía y les hacía sentir una morbosidad nunca igualada. Era el número más sensacionalista.
Entonces, sólo entonces, el público se apelotonaba alrededor y aguardaba en sepulcral silencio.
Un ataúd era sacado por dos gitanos y puesto de pie. De repente, alguien anunciaba voz en grito la gran atracción.
- Damas y caballeros, con ustedes el hombre que no quería morir.
El féretro estaba cerrado y de cara al público.
De pronto, uno de los gitanos lo abría, y las gentes retrocedían asustadas dejando escapar un típico ¡Hohhhhh! ante la terrorífica aparición. Dentro, un hombre apergaminado, retorcido y aterrado, miraba sin ojos a la nada.
El maestro gitano avanzó hacia el engendro y con voz cauta se dirigió a su espantado público.
- No sabemos quién fue, ni si está vivo o muerto, ni siquiera sabemos los años que tiene- comenzó diciendo con un sobrecogedor tono tenebroso-. Mi abuelo lo encontró hace muchos años, cuando era joven,  yo solamente puedo jurar en mi vejez que nunca le he visto cambiar.
Una pausa se extendió, un silencio, un formulismo teatral ensayado millones de veces pero que en realidad no resultaba necesario.
- A veces, su corazón late, otras, cuando la luz se aproxima a su rostro, murmura palabras que roban el sueño de los más osados.
¿Quieren oír las palabras de un muerto?, ¿quieren saber de sus mensajes?, - pregonó con extremada exageración-
Las chicas jóvenes no pudieron evitar pegarse más a sus apuestos novios y estos realzaron más su valor.
 ¿Cómo negarse aceptar el macabro compromiso del gitano?
Todos miraron inquietos el espectáculo. De alguna manera, el hombre del ataúd les recordaba al zombi de aquella vieja película muda, “el gabinete del Dr. Caligari”
Su pelo apelmazado, la palidez extrema de la piel, el horror de sus ojos decadentes, congestionaba a las  masas.
A todo lo cual, el anciano gitano avanzó desplegando en derredor arte y misterio.
- ¡Eso, sí!, aconsejo a los más aprensivos que abandonen el lugar, pues el mensaje de los muertos podría enloquecer al más templado, como ya ha ocurrido en otros espectáculos- advirtió con voz profunda-
Nadie lo hizo. El morbo y la muerte les fascinaba.
El silencio, se volvió angustioso y la entereza flaqueó.
- ¡Helo aquí!- exclamó alumbrando el feo rostro-.
Al principio no pasó nada, luego se oyó un gemido gutural, angustioso y la cara pareció contraerse en una mueca atroz.
Los más próximos retrocedieron, pero fueron contenidos por los  de atrás.
Querían saber, querían aprender, oír a los que ya no estaban.
Luego, el muerto les habló sin verlos. Las palabras sonaron amortiguadas, como pronunciadas con tierra en la boca.
- ¡No, no quiero morir!


                              ……………………………………




        












PRESENTACION
Para comenzar, lo haré con un relato modesto que pertenece a uno de mis manuscritos titulado, “Cuentos para asustar en las noches de tormenta”
Un poco largo el título, ¿verdad?
Lo sé, lo sé, pero no puede ser de otra forma. Lo siento.
El libro fue fruto de innumerables conversaciones mantenidas en  barras de bar. Muchos de estos cuentos, pertenecen a viejas leyendas, contadas de padres a hijos, otras, como la que ahora os muestro, son simples paranoillas que me llegan en determinadas situaciones.
¿Nunca sentisteis un escalofrío al pasar ante una puerta abierta que creíais haber dejado cerrada?, ¿nunca os inquietasteis al ir conduciendo, por la noche sin cruzaros con ningún otro coche?, ¿nunca visteis algo sutil e informe, cruzando por el rabillo del ojo y que cuando queréis enfocar ya se ha marchado?
Sin más, espero que disfrutéis de este cuento.



RELATO  - I :

El fantasma de las navidades  venideras




Un automóvil solo, perdido en la noche, perdido en la alfombra negra y  blanca de la autovía.
En el cielo podían apreciarse, pequeñas estrellas parpadeantes.
A veces, Salva las observaba y relajaba los ojos en su  misteriosa calidez. Le gustaban las estrellas. Eran inalcanzables, libres, llenas de sueños y proyectos por realizar. Las admiraba.
Dio un bostezo. Tenía sueño y aún quedaban más de ciento cincuenta kilómetros por recorrer.
Llevaban aproximadamente dos horas de retraso a causa de una interminable retención. Al parecer, un coche se saltó la mediana y arrolló a otro que venía en sentido contrario.
No quiso pensar en amasijos de hierros retorcidos, ni en cuerpos destrozados saliendo entre ellos. Quedaban mal en los anuncios televisivos y peor aún en la realidad.
Lanzó una aburrida mirada a su esposa. A su lado, Sonia dormitaba ajena a las nubes negras y al tímido parpadeo de las estrellas.
Sabía que no podría contar con su ayuda. Ni siquiera para entretenerse un rato conversando, aunque en realidad, la prefería dormida. Últimamente cualquier tema por trivial que fuese, concluía en discusión.
Sonrió con cinismo.
Por algún motivo, supo que sus veinticuatro años de matrimonio no habían servido de gran cosa. Sueños y deseos fueron cañoneados por los galeones piratas de la rutina. Atrás quedaron las interminables noches de loca fiesta y pasión. Las cosas eran ya tan normales que solamente lograban escapar del aburrimiento, haciéndose un poco de daño.
Su hija Susana, ayudó aún más, a estrechar el cerco. Cierto era que “la niña” poseía una vida independiente. Bueno, independiente respecto a ellos, no respecto a sus asignaciones mensuales.
Susana era una verdadera gilipoyas, lo fue desde que nació. Su madre la consintió y mimó en extremo. En vano fue gastarse en ella un dineral. La estupidez carecía de solución.
Volvió a bostezar. Le picaban los ojos, sintió mil hormigas rojas devorándoselos.
Con gesto cansino miró a su mujer. Sonia dormitaba de lado en una postura un tanto incómoda.
Deseó despertarla pero contuvo sus intenciones. Sí al menos pudiera escuchar música la cosa cambiaría pero el lector del CD no funcionaba. Un cochazo nuevo, flamante, la envidia de cualquiera y el equipo de música se había jodido en menos de tres meses. Ya no se hacían las cosas como antaño.
A veces, Salva recordaba los tiempos nostálgicos de cuando su padre compró el ochocientos cincuenta. Aquello si que eran viajes. Toda una aventura digna de los antiguos navegantes,  sin bips emitidos en ningún G.P.S.
 Y nada de comer en restaurantes estratégicamente ubicados. Su padre observaba el lugar adecuado, árboles, fuentes, era un experto en el arte de escoger los rincones más bonitos. Luego mama tendía el mantelito y servía los  bocadillos de tortilla o chorizo.
Tiempos perfectos, despreocupados, donde los coches no se estropeaban con tantísima facilidad y las carreteras aunque mucho peores, no parecían durar una eternidad- concordó risueño-
Entumecido lanzó un profundo suspiro. Le dolían los riñones, sufría de lumbalgias. Sonia decía que era a consecuencia de permanecer sentado tantas horas y tenía razón. En casa no hacía nada excepto anidar en el sofá y durante el trabajo, rara vez incorporaba el trasero del sillón de su despacho.
Se estaba poniendo gordo y pesado. 
- Como sigas así te dará un infarto- le animaba constantemente su mujer-
Comenzó a notar calor, un calor agobiante e insoportable, pero ni se le ocurrió conectar el aire. Sonia siempre fría, gélida, le negaba ese don.
Pisó un poco el acelerador, deseando escapar algún lugar remoto y fantástico. Un lugar mucho más allá de los parámetros del asfalto. Por algún motivo deseó huir, alejarse, como las estrellas. Al momento, sintió el poder del motor pasando  a través de su espina dorsal. Le encantaba aquella sensación de fuerza y control, no obstante aflojó enseguida.
 Desde niño le gustó sentirse seguro y dominar. Tal vez por eso machacaba tanto a sus empleados confundiéndoles con sus repetidos cambios de humor. Unas veces les aterrorizaba con su frialdad y otras les regalaba frases compasivas.
Salva dibujó una sonrisa siniestra en sus labios que terminó desvaneciéndose  en unos segundos.
Estaba cansado, muy cansado.
Los ojos continuaban jugándole malas pasadas. Le escocían insistentemente. Las hormigas rojas, seguían aguijoneando sus pupilas con rabia. Trató de olvidarse de ellas.
Pensó por un momento en el accidente. Recordó los cuerpos recortados bajo unas mantas, recordó las carrocerías transformadas de   Jekyll a Hyde y percibió un escalofrío morboso que desechó al instante.
Las líneas de la autovía trazaban estelas blancas en la noche.
Otra vez miró las estrellas, seguían allí arriba luchando con una grotesca tormenta que se avecinaba.
De repente, Sonia estiró su cuerpo. Aún era guapa. A sus casi cincuenta años llamaba la atención. Hacía deporte, no fumaba y era una adicta al quirófano.
¿Cuántos arreglitos llevaba en el último año?
Sonrió mordaz.
Ella era justo lo contrario que él.
Guapa, esbelta, el deseo de muchos de sus empleados del banco.
¿Le habría sido infiel con alguno?
Volvió a mirarla, volvió a desearla.
-¿Queda mucho?- preguntó ella con voz adormecida-
- Una hora aproximadamente- respondió al cabo de un momento-
- ¿Tanto?
La pregunta pareció un reproche.
-¡Pues sí!- exclamó resignado-
Hubo un prolongado silencio hasta que Salva apuntó hacia la guantera.
-¿Me pasas un cigarrillo?
Mecánicamente Sonia se incorporó y lo encendió ella misma ofreciéndoselo en el acto.
-Deberías dejarlo.
Salvador asintió repetidas veces.
- ¿Cuándo piensas hacerlo?
- No empieces otra vez- protestó temiendo el vendaval-
- Solamente digo que te haría bien, nada más- apuntó con aire desinteresado-
Antes ella fumaba, en realidad, ambos eran cómplices, participaban en el mismo juego. Pero eso fue en otro tiempo, otro plano donde los cimientos de una antigua civilización cayeron desmoronados bajo las cenizas del Vesubio.
Ahora eran dos trenes que corrían en direcciones opuestas.
Sonia decidió incorporarse. Lo hizo muy despacio como si estudiara cada uno de sus movimientos, luego miró hacia a delante con las ranuras esmeraldas de sus ojos entrecerrados.
Un relámpago de color blanco roto, desgajó parte de la noche.
- Una tormenta- declaró con voz de fastidio- lo que nos faltaba.
Por un instante dejo de prestar atención a la carretera para mirarla.
Voluptuosa e imponente, Sonia era en verdad una mujer hermosa hasta la saciedad.
Tetas grandes, operadas, culo redondo, operado, labios carnosos operados, nariz respingona y graciosa, pómulos…todo artificial, todo manipulado. Pero a pesar de lo antinatural del asunto, el conjunto resultaba magnifico.
Comenzó a plantearse en serio la posibilidad del adulterio.
Sí, ¿por qué no?, lo tendría muy bien merecido.
¿No se había corrido él juergas impresionantes, con la excusa de acudir a sus viajes de negocios?
Recordó las noches en Ámsterdam  y París. Nunca falto de nada, champagne, caviar y putas enfundadas en látex, cuero y lujo.
Salva la examinó con atención.
Sus piernas, sus caderas, las expresiones del rostro, Sonia infiel.
De repente y sin previo aviso, una sombra andrajosa y más negra que el propio asfalto, cruzó desde arriba, pasando ante la luz de los focos. Duró un instante, un segundo apenas, después desapareció  en mitad de la oscuridad.
Fue algo que surgió inopinadamente ingrávido.
Sonia sonrió desconcertada y observó a su marido.
-¿Has visto eso?
Salva giró para mirar la carretera.
-¿El qué?
- La sombra que acaba de cruzar en el aire.
- ¿De qué hablas?- preguntó dando una calada-
- No nada, ha debido ser una alucinación óptica- admitió medio dormida-
Justo delante de ellos los relámpagos acuchillaron un horizonte de nubes y noche. Aquella tormenta semejaba ser una criatura viva de pérfida inteligencia.
Un cartel anunció la distancia. Ciento cincuenta  agotadores kilómetros. Aquello parecía no tener fin.
- ¿Qué has visto?- preguntó con un dejo irónico-
Le miró con atención.
- Una especie de figura sobrevolándonos por el cielo- respondió sin más-
Volvió a mirarla sorprendiéndose aún de su belleza.
- ¿Y como era?
Ella sonrió un poquito, entonces notó una sacudida y la sonrisa se heló en sus labios reforzados de silicona.
- ¿Recuerdas el fantasma de las navidades venideras?- comenzó a preguntar riéndose de su propia ocurrencia-
Su respuesta le tomó desprevenido.
Salva respiró hondo y accidentalmente esparció algunas cenizas por la tapicería de cuero del sillón.
- ¡Mierda!- exclamó limpiando los estragos-
Ella lo observó aburridamente.
Estaba harta de las manías de su marido. Para él, el coche era más importante que el mismo matrimonio.
- ¿No me escuchas?- inquirió despidiendo repulsión-
- Claro, claro- trató de excusarse, una nueva discusión no le seducía lo más mínimo- El fantasma de las navidades venideras.


Salva procuró centrarse, de pronto la miró de soslayó un tanto sorprendido.
- ¿El de Dickens?- preguntó tratando de hallar una excusa para su burla-, ¿el espectro que tanto miedo le daba a Susana?
-¡Exacto!- exclamó asombrada por su rápida asociación-
Giró un poco el rostro hacia ella.
-¿Y lo has visto?
Sonia empezó a sentirse incómoda. No obstante continuó defendiendo su postura.
- Acaba de cruzar ante nosotros como una de esas muertes representadas en los teatrillos medievales.- corrió a decir con una sonrisa- Supongo que habrá sido alguna nube, o quizá un ave o un avión, no sé.
Sonia rompió a reír. De repente tuvo frío. Estaba adherido a el.
-¿Has puesto el aire?- preguntó frotándose los brazos-
- No- aclaró con voz temblorosa-
Como recompensa, ella se reclinó y le dio un beso en la mejilla.
La miró desconcertado.
¿Cuánto hacía que no le besaba?
No deseo pensar en recuerdos evaporados.
- Despiértame cuando lleguemos- dijo a modo de despedida-
Salva gruñó para si. Morfeo volvía a ganarle la partida.
Sonia se hizo un ovillo y permaneció así hasta quedarse dormida.
Otra vez solo.
Aplastó lo que le quedaba del cigarrillo y respondió a su propia pregunta.
Un año- se dijo-, por lo menos un año sin besos.
A veces se besaban cuando hacían el amor, pero aquello no era lo mismo. Eran besos oscuros, sexuales, besos  obcecados en el placer, nada más.
Ella a penas le otorgaba ninguna muestra de amabilidad, si no todo lo contrario, la escasez de sonrisas fue suplida por el aumento de comentarios irascibles.
Se sentía deteriorado, desilusionado con su vida. Lo único que funcionaba era el trabajo. Nada más.
Lanzó un suspiro y trató de concentrarse en las líneas de la autovía.
La tormenta proseguía bombardeando el horizonte.
Por un momento el resplandor le obligó a apartar los ojos. El color azul eléctrico no era tan molesto como el de las luces de los coches con los que se cruzaba.
Durante un instante permaneció absorto en una nueva pregunta.
¿Desde cuando no se cruzaba con un vehículo?, ¿y el último adelantamiento que realizó?
 No acertó a responderse.
Se sintió invadido por una peculiar soledad.
Ante él quedaba extendida la noche, los escasos  destellos de las estrellas y aquella colosal, pero lejana tormenta, que tantas sombras creaba sobre el asfalto. Sombras feas alargadas las mismas, que forjaron el miedo en las cuevas, en los primeros hombres.
De haberse hallado en otro lugar, seguramente se hubiera reído de tales reflexiones.
Al cabo de un momento, sintió un espeso y extraño silencio cayendo sobre sus hombros.
Inmediatamente, trató de pensar en su casa, en sus libros, en su televisor de plasma junto a la chimenea y sonrió reconfortado. Pronto llegaría.
Sus ojos brillaron codiciosos al distinguir un indicador. El letrero azul apareció iluminado por las estelas de luz de su vehículo.
Pasó a su lado insulsamente.
- No puede ser- farfulló con un hilillo de miedo en la voz-
Pero al instante sonrió ante la situación.
No pasa nada, no pasa nada- confirmó más calmado-
Fue como si acabara de despertarse de una pesadilla.
Habría mirado mal.
El cartel indicaba la misma distancia que le mostró diez minutos atrás, ciento cincuenta kilómetros.
Instintivamente pisó el acelerador.
El motor respondió con suavidad y los objetos y las temibles sombras pasaron más de prisa.
En menos de una hora estaría sentado en su sillón con su humeante taza de café en la mano.
Perfecto- se dijo-
Realmente sentía una opresiva necesidad de llegar. Ansiaba oler los árboles, las casas bonitas y acogedoras que rodeaban la suya y mezclarse con los vecinos. Aspiraba a pertenecer a algo. Ser parte de ello.
Accedió a tales pensamientos con una expresión bobalicona.
En el  horizonte un nuevo relámpago provocó una escaramuza entre la luz y las nubes.
Salva forzó la vista.
En realidad, no sabía si la tormenta estaba demasiado cerca o demasiado lejos.
Daba igual.
De pronto un estremecimiento lo sacudió.
¿Por qué no veía a nadie?
Aquel vació inconcebible y absurdo empezó a inquietarlo.
Consultó la hora del panel. Eran las cuatro menos dos minutos de la mañana.
Tuvo una sensación de estancamiento eterno.
Debía  distraerse. Su memoria danzó con las estelas blancas, con  Dickens, el señor Scrooge y el fantasma de las navidades venideras.
¡Que tontería!
Siempre había sentido terror por el tercero de los fantasmas. Era superior a él.
¿Por qué lo habría mencionado Sonia?, ¿lo habría visto cruzar por encima de las nubes?
Resultaba inconcebible.
Salva, jamás osó contarla sus absurdos temores infantiles.
Desde que le vio en una película que solían poner en Navidad, el fantasma rigió sus noches de desvelos y terrores.  
Captó cosas que no percibía desde hacia mucho tiempo. Fue como una especie de ahogo, una desazón generalizada.
Son los miedos de las primeras pesadillas- quiso decirle el señor Scrooge-, el pasillo largo y oscuro de tu niñez.
¿Lo recuerdas?
Los televisores en blanco y negro proyectando la presentación de “El doctor frankenstein”, el hombrecillo impecable surgiendo tras el telón y aconsejando abandonar la sala.
Salvador sonrió y renunció a continuar recordando.
No quería pensar en el fantasma.
Desde niño no podía soportar la última parte de la historia. De alguna manera se identificaba con el retorcido y avaro personaje de Ebenezer Scrooge. Se veía a sí mismo muerto sobre una andrajosa cama revuelta, mientras que un grupo de ladrones, saqueaban sus tristes despojos.
 Muchos aspiraban a su cargo en el banco. El señor Director general.
No sonaba nada mal-pensó por un momento-
Y los nuevos conspiraban para destronarlo. Lo veía en sus ojillos codiciosos, en sus sonrisas fingidas, siempre dándole la razón…
- Buenos días, señor director, ¿sí, señor director?, ¿le apetece un café?, yo le invito.
Eran jóvenes ambiciosos que pisaban fuerte y trepaban a costa de cualquier precio, eran como fuera él en otros años y no le gustaban.
Pensó en seres pérfidos reclinados sobre pupitres antiguos, seres andrajosos, encorvados y macilentos, seres de escasos cabellos lacios y largos, cayéndoles por ambos lados del cráneo. Seres que le miraban con ojos vítreos y con plumas untadas en tinteros ensangrentados.
Aguardan el instante, lo codician-se dijo desazonado-
Pobre señor Scrooge.
Salvador pensó en su hija Susana. De algún modo y sin ninguna explicación aparente, contribuyó en el fóbico terror de su hija. Se lo transmitió. Ella también lloró de niña con aquella historia de fantasmas. El cuento la asustaba hasta tal extremo, que estuvieron a punto de llevarla a un sicólogo infantil.
¿Tendría él la culpa?
No quiso pensar en ello. Solamente deseó llegar a su casa.
Volvió a bostezar e intentó desembarazarse de tales pensamientos.
¿Dónde estaría ahora Susana?
Toda una vida de sacrificio hacia ella para verla terminar con el mayor capullo de todos. Un tío con el cuerpo lleno de tatuajes que aspiraba a ser actor.
Sonrió con sarcasmo.
No apostaba por los que estudiaban arte dramático.
Menuda colección de golfos y consentidos.
Pero Sonia parecía encantada por la elección de “la niña”. Su mujer y su hija se entendían, eran confidentes de secretos insospechados. En cambio, él, representaba la tiranía, el enemigo. Era su papel y lo aceptaba de igual manera que aceptaba un sinfín de conceptos básicos. 
Salva pestañeó,
Curiosamente las nubes adquirieron la misma forma que tenían hacía unos minutos.
Sonia se agitó a su lado.
Deseó  despertarla. Lo deseó de corazón.
Hizo acopio de paciencia e intento atenuar las malas ideas.
De repente una extraña fosforescencia iluminó los pliegues de las colinas.
Salva recorrió lentamente el horizonte.
¿Por qué no llegaba nunca hasta el?
A un lado había un bosque de torres eléctricas y al otro una extensa llanura muerta, sin árboles ni rocas que sobresalieran de aquel conjunto plano.
La cinta de asfaltó empezó a desviarse hacia la derecha mostrando una gran extensión despejada,
A pesar de la gran distancia no distinguió ningún asomo de civilización. Ninguna luz salvo la de los relámpagos.
El mundo parecía cambiado ausente de seres humanos.


Curiosamente cayó en la cuenta de que aquel pedazo de autovía le era muy familiar. El escenario nocturno se le antojó peculiarmente repetitivo. Siempre el mismo paisaje, siempre la misma visión de las cosas. Las torres, la planicie, las curvas y la extraña fosforescencia de la tormenta.
¿Cuántas horas llevaba experimentando aquel angustioso instante?
Al cabo de un segundo miró la hora.
Exacta, justa y precisa. Las cuatro menos diez minutos.
De algún modo, incluso antes de mirarla sabía la hora que marcaría el reloj.
Claro que por otra parte, aquel reloj como el resto de las demás cosas del coche, solían estropearse con regularidad.
Soltó una risita nerviosa.
A lo lejos  destelló un indicador de kilometraje.
Al cabo de un segundo sintió paz. Las cosas se habían aclarado.
Pensó en su hija Susana, pensó en la desdichada Sonia, pensó en sus operaciones estéticas, pensó en las juergas de Ámsterdam, pensó en si mismo y también recordó el accidente que provocó la retención.
 Notó la nostálgica necesidad de vivir pero era tarde para la vida.
 Vio sus ojos desencajados a través del retrovisor. Una sensación espantosa marcó sus recuerdos impidiéndole sentir ninguna otra emoción.
Cristales y hierros retorcidos. Lluvia persistente, policía, bomberos y ambulancia. Charcos de agua y sangre deslizándose como en un cuadro abstracto sobre un infierno espeso, opaco de alquitrán.
Salva miró cansinamente el cartel.
Ciento cincuenta kilómetros.
Soltó una risotada hueca.

Entonces supo que jamás llegarían a ninguna parte. Seguían la estela dejada por el fantasma de las navidades venideras.
Un relámpago guadañó la tormenta.
Estaba sólo, sólo en un automóvil, perdido en la noche, perdido en la alfombra negra y blanca de la autovía.

Para Antonio  e Isabel. Gracias por todo.
                         
Hasta pronto, desde Visaria.


PRESENTACIÓN
                 
Este nuevo relato nació durante una tormenta de verano, en un pueblo de la profunda Extremadura.
 Estábamos algo bebidos, mirando los relámpagos y de pronto, (quizá para impresionar a las niñatas) comenzaron a surgir las historias de miedo.
Algunas de ellas fueron acontecimientos ocurridos en el pueblo, viejos crímenes y sucesos macabros perdidos en el tiempo.
Yo me limité a unificar los relatos y concentrarlos en un solo punto. Una casa, un relojero… “EL RELOJ”.
La casa de este cuento  existió, yo nunca estuve en su interior, la echaron abajo y llegue a ver sus ruinas. Era una casa vulgar y corriente, grande y a las afueras del pueblo. He de reconocer que me resultó decepcionante y nada lóbrega (eran las cuatro de la tarde, Agosto y a unos 35 grados a la sombra) pero lo cierto, es que los que estuvieron dentro,(gentes fogueadas  y muy poco dadas a dejarse impresionar) notaron esa maravillosa sensación de miedo que tan vivos nos hace sentirnos.
 La he descrito como me hablaron de ella, sin añadir nada  salvo el cuadro de la escalera y por supuesto “El reloj”
Todo lo demás, lo crean o no, son fruto de las descripciones de los que allí estuvieron y de la idea imprecisa que extraje de sus ruinas.
Naturalmente, el desenlace y gran parte del argumento son pura ficción.
El reloj pertenece a mi manuscrito “Cuentos para asustar en las noche de tormenta”, en todas estás narraciones, siempre hay un denominador común. Una tormenta.
 Es un cuento dónde se mezcla el terror sicológico con pinceladas de los viejos maestros. No puedo evitar emular un poquito el estilo de Poe, en Ligeia (septiembre 1883, os lo recomiendo de todo corazón, creo que es su obra maestra) y brotes de Charles Robert, si podéis leeros Melmoth el errabundo 1820.
Sin más, hasta pronto desde mi torreón en Visaria.



RELATO - II :

EL RELOJ




Era un reloj viejo, destartalado, clavado en la pared como para ser olvidado. Su péndulo, surgía tras el polvoriento cristal, estancado, paralizado por telas de araña y hechizos imposibles. Estaba inmovilizado en un laberinto de ausencia, de tiempo muerto y sin concebir.
- ¿Crees que tendrá algún valor?-preguntó cauteloso sin dejar de observar los destrozos de la maquinaria-
A veces Carlos parecía un retrasado mental. Sin embargo,
en la pregunta,  había una lógica carnicera y vandálica.
Javier se volvió hacia él con una media sonrisa.
-No, no creo- dijo sin hacerse ilusiones - si no, ya se lo habrían llevado.
Se acerco y lo estudió concienzudo.
En su época debió de ser una verdadera obra de arte. Sin duda, el relojero que lo confeccionó puso mucho de sí mismo en su magnifica obra. Engranajes y piezas interiores poseían gravados minúsculos, pero exquisitos en sus formas y trazados. Letras y símbolos ya indescifrables, cubrían los bordes de las piezas, mostrando una artesanía irrepetible.
Hasta  los números romanos postrados en la esfera, resultaban  muy originales. No tenían nada que ver con el hermetismo de las matemáticas.
Ya no se fabricaban cosas así. Aunque lo cierto, es que resultaba un poco recargado y retorcido.
Concienzudo, Javier buscó la llave que accionara el mecanismo, pero no estaba al alcance de la vista.
- Si al menos tuviésemos la llave podríamos darle cuerda y comprobar si funciona- insinuó Carlos dejando la mochila en el suelo empolvado-
Por el cristal roto de la ventana surgió un relámpago.
- No creo que funcione-dedujo el otro sin dejar de examinar los intrincados mecanismos-
Tras el primer resplandor, llegaron otros dos muy seguidos.
- ¡Joder!, ¡que nochecita!
- Hemos tenido suerte de dar  con esta casa- aclaró Javier sin poder apartar sus ojos del reloj-, ha de tener más de cien años.
Carlos encendió un cigarrillo y se aproximó para ver. Tocó el cristal de la esfera con los dedos y tamborileo sobre la superficie produciendo un sonido hueco, acaso metálico.
Por un segundo pensó en su creador. Le costó poco imaginarse a un viejecito de espaldas encorvadas reclinado sobre su obra. Un artesano del tiempo, un Dios, un hijo de cronos.
Al cabo de un segundo deshecho las formas del anciano.
- Está en muy mal estado- alegó sonriendo y expulsando humo por la boca- ¿por qué no revisamos la casa y nos ponemos cómodos?
Javier lo miró inquieto.
Dudó. Siempre dudaba. Era inseguro por naturaleza y a pesar de detestarse por ello, no podía hacer nada al respecto.
- ¿Crees que estará bien?- preguntó a modo de disculpa-
Carlos continúo con su actitud.
Durante un segundo prosiguió fumando, después señaló el recibidor y el pasillo oscuro que se extendía hacia el interior.
- ¿Ves a alguien por aquí que pueda reclamar algún derecho?
Javier sonrió ante la despreocupación que tanto caracterizaba a su compañero. Carlos era uno de esos tipos desenfadados que lo daba todo por hecho. A simple vista resultaba repulsivo, era gordo, canijo y feo, pero en cuanto empezaba a hablar adquiría una gracia  arrolladora  que sorprendía a quienes le observaban.
- Te recuerdo una vez más, que estamos invadiendo una propiedad privada- insistió con la intención de hundir su mundo desenfadado- No deberíamos de haber entrado, ya te lo dije.
Carlos se quitó las gafas y lo observó con sus ojos pequeños y miopes.
- Esta casa lleva muchos años abandonada, quizá siglos y no creo que sus propietarios, si es que los tiene, se sienten molestos porque   vengamos  a guarecernos de la lluvia.
Volvió a ponerse sus gafas y señaló hacia la puerta principal que quedaba a sus espaldas.
- Además ni siquiera estaba cerrada.
De algún modo esperó aquella respuesta.
Javier asintió ante aquel razonar. Dejó caer su mochila y el saco de dormir.
Estaban acostumbrados a vivir situaciones similares. Su pasión por el senderismo y la fotografía, les llevó a un gran número de disparatadas aventuras.
Otoño era el mejor trimestre del año. Los árboles creaban un verdadero paraíso de colores ocres, dorados incluso rojos, el sueño de cualquier aficionado a la fotografía. Y ellos lo eran, les encantaba mirar el mundo a través de una cámara. A veces exponían sus fotos en pubs, galerías de poca monta y locales variopintos. Lo que empezó como un juego de adolescentes terminó convirtiéndose en su primera fuente de ingresos.
Durante los tres últimos años buscaron un mundo en blanco y negro, recorrieron ciudades con ángeles de cartón, paisajes urbanos, mendigos pidiendo limosna, sonámbulos de los lunes aguardando al metro. Nada se les escapaba en la ciudad, pero ahora todo era diferente, ansiaban fotografiar árboles, hojarasca, ocres en estado vivo. Querían cambiar el curso natural de las cosas, transformar la naturaleza perfecta en una entidad que les definiera, la eterna búsqueda del arte.
Javier echó un rápido vistazo. Sonrió al descubrir un interruptor de la luz. Era como los de la casa del pueblo de sus padres, de esos que sobresalían con una clavija enorme. Toda la instalación eléctrica permanecía al descubierto mediante un cable blanco y gordo, unido a la pared por una serie de alcayatas.
Le dio al interruptor con fuerza, sin esperar nada, y para gran sorpresa de ambos nació la luz. Arriba del techo colgaba una gran bombilla que pendía  del cable. Su luz era sucia, amarilla como la hepatitis.
Javier lanzó una risa floja.
- Con que está abandonada desde hace siglos,- le espetó sintiéndose afortunado por el hallazgo-
Carlos tiró el cigarrillo.
Era extraño que  una casa en un estado ruinoso y alejada de cualquier núcleo urbano, dispusiera de estalación eléctrica.
Por un segundo pensó en quién pagaría los recibos de la luz.
- ¿Echamos un vistazo?
Javier pareció pensárselo, pero la tormenta desencadenada en el exterior le hizo inclinarse por la idea.
- Veamos la casa- aprobó con escasa convicción-
Lo miró con una expresión de satisfacción infantil. En su rostro feo pero de eterno adolescente apareció el reflejo del éxito.
Carlos decidió internarse por el  estrecho pero largísimo pasillo. La primera puerta apareció a mano izquierda. Se asomó y dio con una habitación tan extensa y amplía como el piso donde se había criado. Sus paredes surgían  desconchadas y sin muebles. Estaba completamente vacía. Olía a humedad. Uno de los tabiques presentaba una monstruosa mancha.
Carlos emitió un suspiro de decepción y continuó avanzando por el pasillo.
Las baldosas del suelo se movían inestables bajo sus pies, de pronto sonrió y volvió a encender otro cigarrillo.
Ante él surgieron otras dos habitaciones más del mismo lado. Estas eran grandes, pero bastante más reducidas en comparación con la primera. Estaban despobladas de muebles.
- Aquí no hay nada- confirmó malhumorado-
- ¿Y qué esperabas?- preguntó Javier con sarcasmo-
Carlos mantuvo una actitud desenfadada.
Continuaron avanzando hasta el final del corredor. Terminaba este en una amplia cocina.
Ambos se sorprendieron y sintieron cosquillas tras la nuca.
Todo permanecía dispuesto, como si hubiese comensales a cenar.
Sin poderlo evitar miraron la mesa. A cada lado de la misma, varias sillas parecían estar aguardando a sus antiguos propietarios. A ambos extremos, a manera de presidencia otro par de sillas surgían silenciosas, expectantes, como ocupadas por invisibles espectros.
Platos, copas, servilletas, cubiertos, candelabros, y una gran sopera de porcelana con adornos florales en el centro, aguardaban a ser reutilizados.
Carlos se inclinó. A cada lado de las servilletas  había un misal con un pequeño crucifijo.
Ambos se miraron sobrecogidos.
Les invadió una sensación escalofriante. De pronto fueron conscientes de su miedo. Un miedo precario pero presente en todo instante desde que entraron en la casa.
Sesgados relámpagos encendieron noche y construyeron un mundo de imprecisas formas.
Las miradas de los jóvenes, no podían apartarse de la mesa.
De no ser por la extensa capa de polvo posada en el mantel, daría la sensación de que les estaban aguardando.
- ¿Quién viviría aquí?
Fue una pregunta lógica y aplastante.
No hacia falta tener demasiada imaginación para verlos sentados alrededor de la mesa, con sus antiguos trajes de época. Hombres y mujeres ridículos, de suntuosos trajes y bastones, con sus bigotitos y anteojos de montura redondeada y ellas de negro riguroso, beatas radicales que hacían un continuado frufrú con sus vestidos.
Pero tras ellos, agazapado en las sombras, Carlos volvió a vislumbrar la encorvada silueta del ancianito de apariencia frágil. El relojero.
Un relojero  amable,  repulsivamente tierno. Un relojero decrépito y con mirada enojosa.
Pudo verle reclinado sobre su banco de trabajo, con lentes y  primitivos aparatos de precisión.
Un hombre sin prisa, sin tiempo. El tiempo era su obsesión, la inmortalidad su sueño.
         

Carlos retrocedió y de repente, sin saber por qué, pensó en su colección de fotos. También él, engañaba al tiempo y jugaba con la inmortalidad.
¿Qué era si no una fotografía?
El tiempo y sus tres estados, el pasado ya  pasado, el futuro nunca de los jamases alcanzado y el maleable presente, una minucia. Arcilla desmoronándose y sin formar. La inconsistencia desleal que ya ha transcurrid sin pertenecerse siquiera así misma.
- ¿En que piensas?
Negó con la cabeza.
- Tonterías- reconoció sombríamente-
Javier se olvido de él y buscó  su cámara. La llevaba siempre cruzada sobre el pecho. Representaba su  pertenencia más apreciada.
- ¡Joder, esto es bueno!
Retrocedió  un poco, enfocó calculando la distancia, la luz y apretó.
Por su parte, Carlos tomó uno de los misales dispuestos en la mesa.
El papel era  fino y para gran sorpresa suya no estaba podrido sino  en perfecto estado.
- Me quedaré con uno- dijo resuelto pues parecían tener más de cien años-. Y también tomaré uno de estos crucifijos.
Javier cerró el objetivo y miró aquella cocina revuelta. Los armarios y la alacena mostraban un desbarajuste absoluto. Puertas y cajones  ofrecían sus secretos abiertos de par en par.
- Creo que no somos los primeros- atinó a decir un tanto decepcionado-
El conjunto resultaba sorprendentemente contradictorio. El orden extremado de la mesa, y el caos creado a su alrededor.
Javier caminó con cuidado. Las baldosas  permanecían levantadas de su sitio, era raro encontrar alguna ajustada. Sus ojos estudiaron la pequeña devastación.
En uno de los rincones descansaba un viejo escobón junto a una trona coja. Había también dos o tres platos hechos añicos cuyos cortantes pedazos aparecían repartidos por el suelo.
- ¡Que extraño!- aseguró de pronto-
Carlos dejó de ojear el librito.
- ¿A qué te refieres?
Javier llegó hasta la mesa y la señaló.
- ¿No ves algo raro?, fíjate que cubertería, observa el orden estricto de la mesa-dijo aproximándose más- ¿por qué no lo habrán saqueado?
Lo miró estupefacto.
El resplandor de un relámpago iluminó una parte de las paredes.
- Nadie ha tocado nada-siguió Javier- observa la marca de polvo que ha dejado el librito que te has agenciado.
Carlos se encogió de hombros y continuó concentrado en olvidar sus anteriores temores. Sostuvo con fuerza su nueva posesión.
- ¿Cuánto valdrá?- inquirió para sí, decidiendo si llevárselos todos o no- estos libros pueden ser valiosos.
Javier se olvidó de él y fue hasta la cocina. Era de carbón, con tres salidas y el horno con la puerta colgando.
Giró despacio haciendo crujir fragmentos de platos y se dirigió hacia la alacena. Una verdadera obra de arte. La miró interesado. Aún quedaban montones de platos. La mayoría elaborados con sus correspondientes motivos florales. Eran de un gusto recargado, de otra época.
Sintió como Carlos se acercaba, lo notó a sus espaldas observando atentamente la costosa bajilla.
Javier se giró  para decirle algo  y de pronto comprobó para su sorpresa que permanecía solo. Hubiese jurado que alguien estaba a su lado, muy cerca, tan cerca, tan cerca  que hasta sintió su aliento en la nuca.
- ¿Dónde estás?
Carlos reapareció por la puerta.
- ¿Seguimos mirando la casa?
Javier giró despacio contemplando el escenario.
Sus botas aplastaron porcelana y baldosas sueltas.
- Creí que estabas justo a mi lado- murmuró extrañado y con una honda impresión de malestar-
El otro negó con una sonrisa idiota provocada por el miedo.
- ¿Continuamos?-Preguntó impaciente-
Javier asintió mirando  cada dos por tres hacia atrás.
¿Alguna corriente?, sí- se dijo sin pensarlo-, demasiados cristales rotos-
Le urgió marcharse.
Ambos volvieron sobre sus pasos, cruzaron el pasillo y llegaron hasta el recibidor donde había una vieja y carcomida escalera.
Frío, expectante y vigilando sin ojos, el reloj les aguardaba.
Los dos lo miraron con cierta inquietud.
- Es hermoso.
- Es horrendo- se dijeron desorientados sin concretar nada, luego deslizaron sus miradas hacia las mochilas y los sacos.
- ¿Los subimos?- inquirió Carlos desconfiado-
Llevaban un costoso equipo fotográfico.
- ¿Quién nos los va a quitar?- preguntó con calma Javier-
Carlos aplastó el cigarro en la pared y observó  con gesto intranquilo a su compañero. Estaba mojado, con el pelo chorreando y la ropa calada, después miró por el cristal de la puerta y vio como llovía con intensidad.
Tenía razón, no hacía ninguna falta subirlos, al menos por el momento.
El sonido de la lluvia aumentó. Una sensación de aislamiento comenzó a cernirse sobre ambos. Estaban solos, perdidos en un bosque profundo y en una casa desolada.
- Sí, - confirmó- ¿quién podría quitarnos las mochilas?
Carlos comenzó a subir por la estrecha escalera que conducía a la planta superior. Intentó buscar a tientas algún  que otro interruptor, pero no lo halló. La luz de las bombillas no era suficiente, sin embargo prosiguió ascendiendo. Lo hizo con cuidado pues los peldaños eran de madera y algunos estaban podridos.



- Abre bien los ojos- se giró hacia su compañero-, este cede.
Prosiguió subiendo, escuchando truenos y vibración de cristales.
Llegó arriba y para gran satisfacción dio con una llave de la luz. Sin saberlo, la accionó con especial desesperación.
Arriba había dos pasillos cortos, uno a cada lado y en medio, por encima de ellos y de la propia escalera, un gran ventanal desde el que se podía apreciar un árbol gigantesco que tapaba todas las demás cosas. La ventana quedaba un tanto alta, justo debajo de ella, vieron un cuadro de cuerpo entero.
Los dos jóvenes lo miraron fascinados. Un temblor les recorrió el cuerpo.
Por unos instantes no se dijeron nada, permanecieron silenciosos, como esperando algo que estuviera apunto de suceder. De pronto, Carlos rompió a reír y señaló a la mujer.
- ¿Quién sería?- preguntó sin dejar de mirar-
Javier permaneció callado, absorbiendo la escena. Inspiró profundamente y observó aquella señora destruida en parte por la humedad.
Mirarla le cortaba la respiración. Sintió miedo. El mismo miedo que percibió cuando estaba mirando la alacena y notó a alguien tras suyo, el miedo del reloj y la mesa puesta.
¿Por qué sentía tanto miedo en aquella casa?
La mujer tenía una cara hermosa aunque de aire soberbio, las cejas muy depiladas, como dos curvas medias lunas que intentaran transmitir algo incomprensible. Su nariz una mera sombra y los labios, aunque un tanto finos y en complicado mohín, no concedían crueldad a su expresión. Sólo tristeza.
Vestía unas ropas sobrias, negras, con un camafeo en el cuello que daba la única nota de  color al cuadro.
La mujer, estaba sola, sentada en una silla. Era tal la calidad del trabajo que el pintor jugando con luces y sombras consiguió crear un efecto de profundidad digno de la mejor fotografía.
Una lástima uno de sus lados. La humedad había arruinado el retrato.
- Está muy buena, ¿verdad?- preguntó Carlos al tiempo que tiraba de cámara-
Enfocó y disparó.
- Perfecto- dijo orgulloso, y sonrió-
- ¿Te parece guapa?
Carlos lo miró indiferente, luego volvió a posar sus ojos en la dama. Era una belleza escondida en si misma, pero que él, sin apenas esfuerzo logró captar. Su pelo negro recogido, los ojos oscuros, grandes y brillantes.
- A mí me da escalofríos- reconoció Javier mirándola con  cierta duda-, creo que está sufriendo, y no es feliz.
El rostro de Carlos quedó desconcertado tras sus gafas. Sintió las palabras de su amigo recorriendo senderos de verdad.
Devoró el óleo con los ojos.
- ¿Por qué dices eso?
- ¿No lo ves?- preguntó sin la menor duda-
Era muy seria, y sus ropas negras recordaban a las viudas postradas en los cementerios. Sin embargo, aquella mujer conservaba cierto erotismo, acaso sus botines de tacón, o sus pequeñas arrugas delimitando el contorno de los labios.
Javier observó sus ojos profundos. Aquel mirar estático mareaba.
- Yo no veo nada- respondió sin más-, parece una buena golfa, seguro que le iba el sado y la gustaba que su marido la tratara como a una perra.
Por un instante  le molestó que su amigo hablara con tan poco respeto de la dama. Lo cierto es que seguía con el miedo pegado al cuerpo. Los ojos profundos de ella encerraban mucho dolor, un rencor que parecía crecer por momentos.
Le hubiera gustado  ver el cuadro completo y saber lo que ocultaba aquella horrorosa mancha de humedad. Sí, había algo más en el cuadro, algo que quedaba destruido por la lepra del tiempo.
La dama se reclinaba un poco hacia aquel lado, como si sostuviera o guardara un centro de equilibrio respecto a aquel punto. Ahora un inmenso borrón recorría el óleo de arriba abajo.
Carlos continuó con su inspección adentrándose por el pequeño corredor de la derecha. Javier le siguió indeciso.
En la primera  habitación descubrieron lo que debió de ser un cuarto de aseo. El retrete descascarillado y lleno de orín, y la bañera, estaba completamente partida en dos partes.
Encendieron la luz.
Los dos se inquietaron al ver sus propias imágenes en el espejo.
Curiosamente estaba intacto.
Carlos se detuvo ante la bañera. Era preciosa, muy ornamentada con flores y hadas de los estanques.
- Debían ser gente rica.
- Ya lo creo- respondió  admirando los delicados detalles-
- No cuesta mucho imaginar la casa en sus buenos tiempos, es como si…- Carlos permaneció callado, tratando de encontrar una frase adecuada, pero pareció arrepentirse y encendió otro cigarrillo con manos temblorosas-
Su compañero tenía algo de razón. La construcción era de lo más extraña y macabra.
Javier tocó la bañera luciendo una sonrisa de desdén que echaba por tierra cualquier nota de temor.
- ¿Quién habrá sido el cabrón que la partió?- gruñó malhumorado-, esta antigüedad valdría una fortuna.
La grieta era inmensa y dividía la bañera en dos porciones desigualadas.
- ¿Con qué la habrán partido?, ¿con una maza?, el que fuera, debió de ser un verdadero animal.
Los dos salieron confundidos, sin saber que pensar. Aquella casa hermosa y señorial les desconcertaba. Era una casa muerta, pero no obstante, muy viva. Los recuerdos de sus moradores impregnaban cada esquina o corredor. Ambos sentían unas sensaciones perturbadoras y un latido profundo acompasado.
No, no era un latido. Era un tictac remoto, casi inaudible que apenas se oía y del que jamás se hablaba. El tictac que hacían los relojes parados.
Pasaron a otra habitación. Por sus grandes proporciones parecía el salón principal. Lo único que encontraron en el fue un  sillón de terciopelo  que estaba colocado de cara a un gran ventanal, y del techo pendía una enorme lámpara de cristal.
Al fondo, una chimenea grotesca y sucia hasta el extremo, surgía entre sombras y telarañas.
No depararon demasiado en aquel rincón, los dos partieron con una increíble sensación de ahogo. Olía como a vestidos podridos y a periódicos viejos.
- No me gusta esta casa- confesó por vez primera sin poderse contener-
Carlos sonrió a su compañero, él pensaba igual. Aquella atmósfera densa y pesada envolvía malos recuerdos.
- El aire se puede cortar- siguió Javier-, ¿lo notas?
Carlos asintió. Fue como si un velo le cubriera los ojos.
- Sí, está un poco cargado- evidentemente le costó reconocerlo, pues se las daba de escéptico empedernido- Creo que nos estamos sugestionando.
- ¿Qué quieres decir?
- Mira a tu alrededor- señaló el lugar-, una casa abandonada, es de noche, para colmo está lloviendo y tronando, ¿qué más ingredientes quieres?
Javier sonrió nervioso. Era cierto.
- Incluso podemos darle a la cabeza- continuó Carlos intentando aplacar un poco su propio miedo-, imagina que cuando bajemos por las escaleras nuestras mochilas no estén donde las dejamos, o mejor aún, imagínate que en el instante en que crucemos ante el cuadro de la dama, su expresión sea otra, que haya cambiado.
- ¿Cambiado?-inquirió arqueando las cejas-
- Sí, imagina  que luzca una sonrisa mezquina o despiadada en su boca.
Los dos sonrieron mostrándose más animados. Aun así, la angustiosa sensación no abandonó sus corazones. Continuó afianzada.
- Veamos el otro lado, creo que nos quedan dos habitaciones más.
Fueron por el pasillo con el ánimo más resuelto y dando a todos los interruptores que fueron  encontrando. Allí vieron una estancia con una mesa y dos sillas. Al igual que en la cocina, en la mesa encontraron dos crucifijos de madera y dos misales.
- Rezaban mucho-  aventuró a decir Javier entreteniéndose con uno de los crucifijos-
Carlos corrió adelantarse y fue solo hacia la última de las habitaciones. Entró y lanzó un silbido.
- ¡Ven a ver esto!- llamó entusiasta-
Javier posó el crucifijo encima del misal y lo siguió lleno de curiosidad.
- ¿Qué pasa?
De repente  notó una aplastante angustia que erizó todo el bello de su cuerpo. Sin embargo no comprendió por qué razón sintió tal rechazo.
La sensación resultó más espesa y consistente que cualquiera de las que ya había experimentado en el resto de la casa.
Sus ojos estudiaron el interior de la habitación. Aparecía pintada de un azul pastel que en su día, debió de ser alegre. Ahora, ya no existía alegría alguna. En muchas zonas, la pintura mostraba la lepra de los desconchones.
Justo en el centro de la estancia, un caballito de madera vigilaba a los recién llegados, entre un montón de libros enmohecidos y tablas podridas. Tras él, en un rincón, vieron una inmensa y antigua cuna de bebé.
Los dos la observaron durante unos segundos.
En aquel momento estalló un trueno que rebotó por el interior de la habitación, dejando un olor eléctrico.
Ambos retrocedieron un poco.
Carlos sonrió aunque después apagó su mueca de golpe. Caminó despacio hacia el caballito balancín.
- ¡Es precioso!- exclamó entusiasta al tiempo que lo acarició haciéndole oscilar- estos ya no suelen fabricarse.
El joven continuó balanceándolo lentamente y este, emitió un ruido como de huesos rotos. El caballito creó una sombra inmensa que permaneció proyectada en la pared.
La luz mortecina de la bombilla creó ilusiones sucias sobre las imperfecciones del tabique.
- De niño siempre quise tener uno-se limitó a decir sin dejar de mirarlo, luego giró hacia su compañero y añadió- es artesanal, de madera maciza.
Pero Javier no prestó atención. Sus ojos estaban clavados en la cuna. Avanzó hacia ella decidido. Era de madera y metal, acaso excesivamente ornamentada, con figuritas de querubines a los lados.
En otro tiempo, los angelitos debieron de ser dulces y bellos, pero ahora, el óxido había hecho mella en ellos, dándoles una apariencia bastante sombría. Más que ángeles, semejaban ser, réprobos demonios de crueles sonrisas. El óxido cubría sus formas.
-Parecen gárgolas-murmuró para sí-
El corazón empezó a acelerarse.
De pronto, se asustó al ver el reflejo de luz del flash de la cámara de Carlos.
Giró y lo vio echando fotos al caballito.
Terminó alejándose de la cuna y fue hacia la ventana. Abajo entre tormenta y lluvia, apareció el desbaratado jardín. Las malas hierbas partían a extenderse en clara confusión. Algunos árboles crecían sin gracia, como momias arrugadas.
Javier intentó imaginarse el conjunto completo en un día de sol radiante. No pudo hacerlo.
La casa, los árboles, la valla de puntas de lanza que circundaban el amplio jardín y las estatuas decapitadas, pertenecían a un universo oscuro.
El Sol carecía de sustancia en aquel reino malvado.


               

- ¡No existen!- exclamó Carlos con verdadera rotundidad mientras soplaba la taza de café recién preparado-
Javier apagó la llama del hornillo y luego imitó a su compañero soplando sobre su taza de cinc. Con una sonrisa nerviosa extrajo de la mochila dos sobrecillos de azúcar y una pareja de cucharas de plástico.
- Entonces, ¿por qué  existen tantos casos?- inquirió revolviendo el azúcar, con su cuchara y acomodándose en la colchoneta- Todo el mundo ha escuchado historias de casas encantadas, ¿noo?
Carlos procedió a calentarse las manos con su taza y escudriño a su amigo.
- Los parajes encantados son producto de la imaginación, las gentes se aburren y quieren de ellos- continuó explicando-, algunos listillos incluso montan el circo y viven estafando a los románticos de siempre con sus programitas de la tele y su periodismo barato.
Los dos se miraron en silencio.
- No existen las casas malditas ni los castillos con fantasma, como tampoco existe otra vida después de esta- siguió Carlos tendiéndose en su saco de dormir-
Los dos optaron por instalarse en lo que bautizaron como el cuarto de los niños. Era el lugar que más miedo les daba de toda la casa, sin embargo se sintieron atraídos por el.
Javier bebió pequeños sorbos.
- Esas historias datan de siempre- insistió intentado conectar con su escéptico amigo- incluso entre culturas diferentes y distantes, los relatos guardan gran similitud.
Por un momento, reinó un pequeño silencio.
Javier intuyó la indiferencia absoluta de su compañero, no obstante prosiguió hablando.
- Los Griegos creían en espectros y aparecidos, y los antiguos Romanos les temían sobremanera.
- Les copiaron- atacó el otro-
-  ¿Y que me dices de los habitantes de la remota China?, ¿o de los indios Americanos?, ¿por qué coinciden diferentes pueblos que no han tenido nada que ver durante milenios?, ¿por qué se hace tanto hincapié en ciertas zonas y lugares?
Carlos alzó la cabeza y lo miró con indiferencia.
- La gente es la misma en cualquier lugar, y la muerte atrae, ¿qué mejor historia que la de un fantasma? ,- Carlos hizo una reducida reflexión antes de continuar- a fin de cuentas, ¿no es un fantasma un prófugo de la muerte?, es como reconocer que no todo concluye, que existe algo más.
Javier asintió ante la reflexión.
-  Nuestro ego nos hace fabricar Dioses, limbos, cielos, e infiernos…- prosiguió Carlos- En resumidas cuentas, el hombre busca la perpetuidad de nuestra conciencia. Creer en los fantasmas es creer en la eternidad.



Por un instante, Javier trató de hacer frente a los idealismos radicales de su compañero de viajes. Pero no pudo. Él tampoco creía en Dios  ni en la otra vida. Sin embargo, aborrecía sentir miedo y aquella inusual sensación de temor  que sobrecogía su cuerpo, continuaba recordándole que algo se le escapaba, que algo marcha realmente mal.
- ¿No puede haber nada más?- insistió desilusionado-
- Esto es lo que  tenemos- aseguró mirándole fijamente-
- Y todos esos que dicen haber visto fantasmas, ¿que son entonces?, ¿unos mentirosos?- repuso devolviéndole la mirada-
Carlos sonrió sin gracia.
- ¿Piensas que mienten?
- Yo creo que uno ve lo que quiere ver- contestó con su ufana sonrisa-, yo no les llamaría embusteros, a veces, el cerebro  nos juega malas pasadas.
Javier asintió en silencio.
Permaneció pensativo, observando las sombras proyectadas por la sucia luz de la bombilla. Cerró los ojos y vio desfilar un cortejo de transparencias inmateriales. No supo la razón pero pensó en fantasmas, en tristes sombras deslizantes, pensó en patéticos reflejos, en  pelusas volantes, en perennes fosfenos que desgajaban los ojos y que hacían soñar con la Güestia.
Fantasmas- murmuro controlando un estremecimiento-
De pronto giró para decir:
- Esa cuna me da escalofríos y el caballito…
- No te metas con mi caballito- le advirtió en broma bebiendo más café-
Javier sonrió y miró el ventanal. La lluvia derramada sobre el cristal caía lentamente sobre los cristales como una criatura viva.
Intentó imaginarse la habitación completamente a oscuras. Por un momento no soportó la idea.
- Me pregunto quién habrá vivido en esta casa- comentó intentando esconder sus temores de colegial-
Carlos asintió pensativo.
- Probablemente mucha gente- respondió vaciando su taza-, es muy antigua, lo que no comprendo es por qué nadie la ha reclamado, debe  valer una fortuna.
Aquello sí que era un gran misterio para él.
Javier asintió ante la reflexión de su compañero.
- Quizá estén todos muertos- se atrevió a insinuar-
Carlos lanzó una risita.
- No, no lo creo- dijo abiertamente-
-¿Por qué?
- De no pertenecer a ningún heredero la casa pasaría  inmediatamente a ser propiedad del estado- recalcó resabiadamente-, la someterían a subasta y  sacarían una buena tajada. No son tiempos de dejar pasar oportunidades como esta.
Javier asintió convencido sin dejar de mirar el techo. Estaba decorado con molduras recargadas.
- Entonces eso nos convierte en una especie de ocupas- bromeó con cierto nerviosismo volviendo a sus antiguos temores-.
Ambos se miraron desconcertados, luego sonrieron y adoptaron una actitud pasota.
- Podríamos decir que sí- confesó Carlos sintiéndose complacido por incurrir una vez más en las normas sociales-
Se quitó las gafas, bostezó y fue a apagar la luz. Se incorporó para alcanzar el interruptor que estaba al lado de la puerta. Carlos caminó  despacio, con su pijama ridículo de Pluto y unos calcetines aún más ridículos. Llegó hasta el marco deteniéndose unos momentos para volver a admirar el caballito de madera. Después apagó la luz y volvió sobre sus pasos.
- Y ahora a dormir- recalcó metiéndose en su saco-
La oscuridad envolvió el entorno, al menos durante unos segundos. Luego, cuando las pupilas empezaron adaptarse, Javier, comenzó a distinguir las sombras, los objetos recortados y el resplandor perdido de los relámpagos.
Su compañero estaba apunto de empezar a roncar. Carlos  era uno de esos tipos que se dormían con una facilidad asombrosa.
Miró a un lado y a otro, intentando familiarizarse con aquel entorno que tan hostil le resultaba.
¿En cuantos lugares habría acampado?
Trató de recordarlos.
Bosques, ruinas, cuevas, cualquier cosa le sirvió de refugio, y nunca hasta entonces sintió tanto miedo.
Intentó explicarse el motivo. Quizá la autosugestión, el aspecto de abandono y melancolía que encerraban los muros de la casa. Quizá.
Sonrió en la oscuridad.
Aquel lugar ocultaba algo en el ambiente, algo vació y muerto, algo sumamente violento.
Oyó contar historias sobre sitios parecidos.
Eran asentamientos naturales o construidos por la mano del hombre. Montañas, casas, bosques, un largo rosario de parajes donde  se sentían  cosas malas.
Sensaciones negativas, sí, de eso se trataba-caviló con adusta satisfacción- ideas retorcidas o sentimientos que jamás antes llegaban a ser experimentados. Algo parecido a lo que sintiera Jack Nicholson en  “El resplandor” de Kubrick.
Aquella película le aterraba, pero no dejaba de ser una simple película, jamás pensó que podría sentir nada semejante, salvo en aquel momento.
Le asustaba comprender algunas cosas.
De algún modo procuró no enlazar más ideas.
De pronto los ronquidos de Carlos estallaron con mayor fuerza que los truenos del exterior. Era lo que le faltaba.
Javier miró porciones de habitación. Suspiró e intentó olvidarse de todo, sin embargo, no pudo evitar pensar en el niño o los niños que corretearían jubilosos por aquel cuarto. Casi podía advertir entre las partículas de polvo las pisadas  divertidas de los pequeños.
Pero, no, no eran divertidas.
Negó con la cabeza.
A través de su miedo comprendió la falta, la ausencia de cualquier alegría en la casa. En especial en aquella habitación.
¿Porqué la eligieron?, ¿Qué pretendían demostrar?
Javier supo que tenía que poner punto y final a tales pensamientos. Se dio media vuelta e intento  dormir.

       

Despertó de pronto, sobresaltado. Por un momento, permaneció confuso intentando encontrar una lógica que desbaratara cuanto sucedía a su alrededor.
- No puede ser- murmuró con una aterradora sensación de pánico-
El reloj estaba dando campanadas. Eran unas campanadas sin notas, gruñidos carcomidos de vieja maquinaria.
“Cloknn, Cloknn, Cloknn, Cloknn, Cloknn”
Cinco espantosos lamentos.
- No, no puede ser- repitió buscando a Carlos-
Entonces la angustia de hallarse solo le abordó.
Con los ojos dilatados trató de hallar a su amigo pero su colchoneta estaba  vacía.
Las campanas cesaron y su eco fue desvaneciéndose lentamente en la oscuridad.
¿Habrían sonado en realidad?
Javier sonrió y llamó a su amigo.
- ¿Carlos?
Nadie respondió.
El reloj era incapaz de funcionar, ¿por qué sonó entonces?
De pronto lanzó una risita histérica.
¿Y si lo soñó?
Podía ser una explicación, pero entonces, ¿dónde estaba Carlos?
Corrió hacia el interruptor de la luz. Lo accionó con desesperación.
No funcionaba, siguió a oscuras.
De algún modo sabía que ocurriría aquello. Carecía de una explicación, de lógicas con las cuales ordenar sus emociones, pero lo supo desde que pisó la casa.
Ideas extravagantes venían y partían a demasiada velocidad, y una sensación de estar siendo observado aplastó su pecho hasta.
¡Calma!- se dijo-, mantén la calma e intenta pensar.
La tormenta bien podría haber provocado un apagón natural, las campanadas serían una pesadilla, y el gilipollas de Carlos estaría  gastándole una de sus típicas bromas.
Tomó aire repetidas veces, entonces dio un saltó al escuchar el reloj marcando las horas.
Se quedó perplejo, paralizado.
Las contó una a una, cinco. Cinco campanadas en total.
Descartó la pesadilla, eran reales.
Su mente funcionó muy deprisa.
¿A qué hora estaba parado el reloj?
No logró recordarlo.
Javier intentó razonar. Estaba sudando de puro terror.
La dilatada negrura desapareció. Súbitamente, descubrió luz en algún sitio. La sintió, estaba en un lugar oculto, dentro, muy dentro de las entrañas del edificio.
Descendió los ojos y vio un resplandor deslizándose bajo la puerta.
¡Un momento!, ¿y su idea del apagón?
Un torrente de haces de luz penetró por ambos lados de las marcaciones.
Javier contuvo su pánico al tiempo que observaba minuciosamente el extraño fenómeno.
Piensa, piensa- se repitió sintiéndose desvalido-
Tales fenómenos tendrían que tener una explicación sensata y razonable, debía de resolver el acertijo. Así de simple.
¿Y si Carlos trucó el reloj, encendió las luces y boicoteó la bombilla del cuarto en el que se hallaban?
Aquello era coherente.
Porque si no era Carlos, ¿qué otra opción quedaba?
Entonces oyó un ruido de pisadas. Fue un sonido espantoso, como de alguien adentrándose a través de la selva, y no solo eso sino que también  escuchó chasquidos metálicos.
¿A qué le recordaron?
Sí, exacto, eran unas tijeras que se abrían con inmensa fuerza, unas tijeras enormes, acaso podadoras.
De pronto se escuchó un lamento de mujer.
Javier continuó plantado en el suelo incapaz de avanzar o retroceder. Estaba paralizado por el miedo, sosteniendo la manilla de la puerta y con un pijama, si cabe, más ridículo que el de Carlos.
El ruido de las tijeras cesó. Se quedó parado tras la puerta. Justo tras ella.
Javier no se atrevió ni a respirar.
El sonido era débil pero inconfundible.
Al cabo de un segundo reaccionó.
- No es real-logro balbucear arguyendo incoherencias-
Entonces la habitación quedó iluminada por una extraña luz y percibió un suave deslizar de vestido. Oyó pisadas de botines y supo que se hallaba ante  la que todos llamaban Ángela.
Javier cerró los ojos.
¿Cómo adivinó su nombre?
Seguía sumido en la confusión.
Ángela lloraba, Ángela gemía, Ángela rezaba pidiendo ser salvada.
Guapa, perfecta, con su camafeo, sus medallas de la plata y el oro más bello.
Pero, ¿qué llevaba entre sus brazos?
Javier se estremeció.
¡El cuadro!- se dijo sin atreverse a abrir demasiado los ojos-
Ángela era la dama del cuadro. La reconoció inmediatamente.
Javier supo que ya no estaba en la habitación de los niños, ahora se encontraba vagando por los corredores de la casa, siguiendo el dulce siseo de sus suntuosas ropas.
¿Era aquello un fantasma?
La miró desorientado, intentando dominar los nervios, la tensión palpitante de su nuca.
La figura era gris, sin color, como una película en blanco y negro.
Era bella, muy bella. La nariz perfecta, elegante, los ojos negros, las cejas depiladas, como dos exquisitas medias lunas, por encima de sus ojos.
Sin moverse la perseguía por una casa repleta de lujos.
Pero, él no quería estar allí, y mucho menos seguirla. Al contrario, deseaba marcharse.
Alfombras, cuadros, candelabros, muebles ricamente elaborados, espejos, muchos espejos, ostentación por todas partes.
Estaba en la casa y aunque ahora apareciera transformada, reconocía su distribución.
Ángela aferraba algo en su regazo.
Pero, ¿qué era?
- ¡Señora! ¡Señora!
Javier brincó en su sitio al escuchar la voz. No era una voz normal, provenía de lejos, perdida en la distancia, en el tiempo.
No entendió nada.
Tenía tanto miedo que el corazón le dolía.
“Cloknn, Cloknn, Cloknn, Cloknn, Cloknn”
Estaba apunto de desmayarse. Una finísima película de sudor cubrió su piel.
La última campanada sonó con una fuerza inusitada y cuando su eco empezó a cesar, pudo escuchar el débil balanceo de una cunita. 
Alguien estaba meciéndola despacio, lentamente, hasta pudo percibir el canturreó distorsionado de una nana.
Paralizado cerró los ojos con mayor fuerza.
La casa reía y mataba, la casa quería mostrarle algo. Notaba un terrible significado en todo aquello. Un significado extremo que despertaba a la casa y a quienes en ella vivieron.
Miró Ángela, miró sus ojos gélidos, miró sus ojos de escarcha, era una mirada que procedía del invierno más amargo.
¿Qué ocurría?, ¿qué pasaba?
Oyó el ruido de las  ramas al golpear los ventanales, oyó el descabellado sonido del ulular del viento, y tras todo ello, pudo distinguir el llanto desesperado y débil de un bebe enfermo.
Debía de reponerse, ignorarlo, pero no fue capaz. Estaba siendo conducido.
¿Conducido?, pero, ¿por quién?
Le llegaron sensaciones, palabras escritas en un libro, pensamientos y recuerdos vistos, sentidos por otros.
Presenció como era profanada una cripta, contempló como las puertas y los candados fueron reventados, y entre tanta oscuridad,  observó un pequeño ataúd decorado con flores ya marchitas.
Ella lo abrió.
Ángela. Ángela corriendo, Ángela huyendo entre tumbas, cruces y cipreses, Ángela ante una cuna vacía adornada con angelitos tristes, aunque risueños.
Sintió el dolor. Su dolor.
La nana sonó sumamente cerca de él.
Y Javier supo sin comprender qué escondía el borrón, la mancha que cubría una parte del cuadro. La parte estropeada era un niño pequeño, un recién nacido muerto.
Y Ángela lo tomó, lo mimó y acunó entre sus brazos, como una pertenencia imperecedera.
Javier oía su canción, sus palabras, sus rezos. Oía la cuna chirriando y dentro, entre sabanitas y sonajeros azules, desespero y corrupción, gusanos laboriosos, entretejiendo brocados de adiós.
Ángela deseó a aquel niño más que a nada. Feliz y dichosa fue sintiendo la vida dentro. Se amó a si misma hasta el día del alumbramiento.
Trapos rojos, sangre, lo sacaron muerto, pues muerto llevaba ya demasiado tiempo.
Ángela engendró muerte en lugar de vida. Derramó vergüenza, meconio, porquería.

Ángela, Ángela, rota de dolor murió antes de la llegada del invierno.
Su esposo don Basilio, fiel compañero, bigote, pipa, reloj, absorbió con ella, locura, tuberculosis y sueños.
La casa sola, carro fúnebre, gran desgracia, sirvientes, parientes, cada uno vistiendo duelo.
Ángela amortajada, aún bella, muy blanca, don Basilio desencajado con algodones en oídos y en las fosas nasales.
Cinco nuevas campanadas.
Javier lloró como un niño.
Entonces, por sorprendente que pareciera, la cuna dejo de crujir y el canturrear de nanas terminó desvaneciéndose.
A pesar de tener los ojos cerrados con fuerza, Javier intuyó que algo cambiaría al instante. Lo supo antes de apreciar o experimentar sensación alguna. Allí las cosas sucedían demasiado deprisa, tan deprisa que el tiempo era un trasto inservible y sin sentido.
Aun así, la esencia de Ángela persistió, impregnó su ropa, su cuerpo, su composición corpórea. Y entonces, en mitad de una sombra fugaz, volvió a verle.
El relojero.
¿Dónde estaba ahora?, ¿un estudio?, ¿un taller?, sí, así era.
El relojero sostenía con delicadeza la diminuta pieza de su última obra. La mantuvo entre el índice y el pulgar, como admirando con verdadera idolatría a una divinidad derribada.
¿Qué estaba haciendo?, él, no pertenecía a la casa y sin embargo sobresalía como el centro de cualquier suceso allí acontecido.
El relojero soltó una carcajada mezquina y buscó un cincel.
¡Imposible!, jamás nadie lograría con tan arcaica tecnología gravar palabra alguna, en tan reducido espacio.
Pero él lo estaba haciendo.
Y no era una palabra corta, si no frases largas, inscripciones antiguas, oraciones o invocaciones en caligrafías extintas.
Estaba presenciando un trabajo de precisión antinatural llevado a cabo bajo la ingrata luz de una triste palmatoria.
Reconoció el reloj. Era el reloj de la entrada. Y dentro de sus mecanismos, se ocultaba un secreto.
Muelles, engranajes, tornillos, todo ello albergaba un mal, una pena, un dolor, un pacto de eternidad, una noción diferente.
El relojero alzó los ojos rientes.
Le vio. Se miraron, y después desapareció.
Javier tembló de pies a cabeza.
Jamás saldría vivo de la casa.
De pronto, las paredes, los muebles, el sol y la luna se interpusieron entre correr de pies, días y años, y un despacho repleto de libros por abrir.
- No puede ser real- logró articular pegado al pomo de la puerta-
La alucinación llegó velozmente.
La casa crujió, oyó risas, olió a tinta y a papel.
Abajo en su despacho, don Pablo escribía poemas.
Era hombre flacucho, de pelo del color de la zanahoria y con un número excesivo de pecas cubriéndole el rostro.
En sus ojos verdes descubrió astros herméticos bajo fulgores pálidos, nada le hacia sentir la menor emoción salvo, Lucía. Ni estrellas, ni planetas, ni raudales de palabras del viejo saber, sólo ella.
Poemas para Lucía, interminables horas al amparo de la luz de gas.
Y él, triste, desesperado sin poder parar de llorar.
Cuanto la quería, cuantos versos, cuantas noches de desvela.
Y ella dejándose querer, terrible vanidad la  que da esperanza sin verdadero interés. Don Pablo la vio con otro, riendo, amando, sin ofrecerle a él, un solo beso, una sola mirada, nada salvo burla y desdén.
Poemas oscuros, lágrimas en tinta.
Y así un día, don Pablo no aguantó más. Ordenó los papeles, sus notas, soltó a los pájaros de los barrotes de las jaulas, regaló sus mejores volúmenes y encaminó sus pasos hacia la bañera.
Don Pablo la llenó con agua templada, metió la mano y cuando la temperatura estuvo a su gusto, comenzó a desnudarse.
Javier lo vio. Estaba justo ante él.
El mundo se desmoronaba.
No, no quería hacerlo. Sintió su terror, su desconsolada pena.
Navaja de afeitar, muerte valiente para un hombre cobarde.
Su miedo fue tal que no cesó de llorar ni de llamar a su madre.
El agua, las sales, la preciosa espuma roja, como la sangre.
Y así murió, sólo, igual que vivió, bajo la terrible precisión de un tictac, tictac.
Javier contempló su cuerpo delgado, mojado, su cara, su expresión de asombro y dolor. Sintió lástima, unas asombrosas ganas de sollozar atenazaron su pecho. Nunca antes estuvo tan triste.
Se aferró a la manilla. Quería irse, escapar de tales proyecciones pero le era imposible.
¿Y Carlos?, ¿qué habrían echo con él?, ¿lo habrían atrapado en aquel mundo gris?, ¿volverían a ver otra puesta de Sol?
Escuchó nuevas campanadas.
La maquinaria del reloj crujió  y la sombra del pequeño relojero cruzó fugazmente por el pasillo.
La luz le cegó, estaba en la cocina, limpia, ordenada e impoluta.
La mesa dispuesta, sopera en el centro, cubiertos, servilletas, rigor militar, protocolo esmerado.
Javier se sobresaltó al ver a doña Agustina, la criada.
Buena mujer, con el pelo recogido en un vetusto moño, cara redonda, alegre aunque ahora muy apagada, y con más kilos de los debidos. Agustina, servicial hasta más allá del rigor.
Siempre puntual, su mesa bien servida, la mejor.
- Es muy importante que todo este perfecto- la decía la señora con gran afán- nuestros invitados no han de quedar decepcionados.
Y ella sonreía con humildad y trabaja que trabaja, descuidó aquellas calenturas que tanto la atormentaban, y sin reposo ni descansos, sirvió lo mejor que supo, a la que tan poco la daba.
 Que nadie osara decir nunca jamás, que en la mesa de su señora, faltara algún detalle.
Cogió la mujer un mal inexplicable que terminó conduciéndola a la cama.
La señora se disculpó, se debía a sus fiestas y reuniones, siempre ocupada con esto o con aquello, nunca fue a verla.
Y a ella se la fue el color, las fiebres no pararon y murió en  un inútil intento de volver a verla, de sentirse reconocida.
Javier la vio postrada, plantada en la mísera cama, rodeada de un criado, el cocinero, un  cura con estola morada y el silencio.
-¿Dónde?, ¿dónde está mi ama, qué no viene ni a verme?
Fueron sus últimas palabras.
Entonces la muerta abrió los ojos y le sonrió.
Javier quiso escapar de su mirada. Era una mirada mala, sin bondad, cargada de indiferencia aterradora.
Las campanadas del reloj estallaron en su cabeza. Lo hicieron como desde su interior.
¿Qué tenía aquel condenado reloj?, ¿por qué cada vez que sonaba anunciaba muertes?
De pronto, Javier abrió los ojos con ganas de terminar cuanto antes. Ante él, se extendía un jardín colmado de flores, las más bellas que viera.
Un jardín perfectamente cuidado, tan exquisito, como lo fuera años atrás la mesa de Agustina.
Pudo contemplar hermosas estatuas, pajaritos de color trinando, canarios, jilgueros, periquitos, don Gustavo estaba felizmente podando, cuidando aquí, cortando allá, un ingeniero de la naturaleza. De pronto, el larguirucho semblante le guiñó un ojo y el rostro feliz se puso rojo, dominado por la ira.
¿A qué, tal cambio?
El Sol se desvaneció quedándose perdido entre sendos nubarrones, el jardín desmejoró, la hojarasca podrida invadió el bello césped, los magníficos árboles convertidos quedaron en siniestros monstruos del horror, y en lugar de dulces pajaritos, cuervos negros picotearon la tierra yerma y descuidada.
Las tijeras de la poda chascaron huesos, cortaron venas, seccionaron miembros, ¿qué ocurría?
- Pero si era un buen hombre, ¿cómo pudo hacerlo?
- ¿Don Gustavo?, ¿ese mosquita muerta?
- Para que luego digan.
Dos niños, su mujer y su amada suegra doña Margarita.
Hombre de carácter sosegado, débil, pero finalmente, terrible carnicero.
Las tijeras, los golpes, los gritos, la carrera y una sucesión de horrorosas campanadas.
¿Sonaban de nuevo?
Otra vez se vio en el taller del relojero.
- Ya está terminado-le dijo alzando el rostro, un rostro deforme, viejo, de alguien que fue alquimista y sobrevivió al tiempo- ¿lo ves?, ¿verdad que es precioso?
Javier estudió el reloj. Se fijó en la monotonía de unas agujas en constante movimiento, sintió la regularidad matemática en cada una de sus pausas.
El relojero invocó al fuego y a los demonios que moraban en un tiempo inestable.
¿Qué pretendía?, ¿un cambio significativo en el equilibrio?, ¿romper los segundos, las horas, los días y los años?, ¿abatirlos?
No.
El relojero quería permanecer fuera como fuese. Quería escapar de sus pecados.
- Con el, conseguiremos ser eternos…-volvió hablarle señalándole con una uña amarillenta y larga- tú, yo, y ellos….todos nosotros.
Javier retrocedió.
Las campanadas se intensificaron, subieron de tono aplastándole los tímpanos y entonces, se despertó.
La bombilla  funcionó correctamente.
Javier le dio al interruptor repetidas veces, como para cerciorarse de obtener siempre el mismo resultado.
Suspiró por puro alivio. Estaba empapado en sudor y el corazón continuaba latiéndole alocado.
Una pesadilla, sólo eso.
Una pesadilla horrenda, cruel y real. Tan real que aún sintió su presencia. Se giró para mirar hacia Carlos y comprendió que algo no estaba en su sitio.
Su amigo permanecía medio incorporado en su saco, con la cara pálida, sin expresión y los ojos dilatados.
- ¿Qué te pasa?
Carlos buscó sus gafas y se incorporó de un salto.
Los reflejos de la tormenta seguían mutando los cielos nocturnos.
- Tenemos que marcharnos- dijo mientras comenzaba a vestirse con gran rapidez-, he tenido una pesadilla.
Javier intentó descifrar la realidad de sus palabras.
¿Estaría bromeando?
- Yo también he soñado- confesó como atontado-
Los dos se miraron, mudos, silenciosos, ahogando cualquier esperanza en la mirada. Luego, ambos procedieron a vestirse lo más rápido que pudieron.
- ¿Los has visto?
Carlos asintió mientras luchaba por ponerse los pantalones, después se sentó en el suelo y acordonó sus botas. Justo en ese momento las campanadas del reloj sonaron por  la casa.
Volvieron a mirarse.
Aquello no había sido un sueño. Era real.
- ¿Has oído?- preguntó con urgencia-
Carlos asintió.
Era el final de la pesadilla y el comienzo de la verdad. Algo terrible iba a ocurrir, los dos lo sentían.
Javier miró la hora.
Las cinco menos diez.
La sombra del relojero cruzó ante ellos y terminó desvaneciéndose en el recibidor de la escalera.
- Tenemos diez minutos para escapar- dijo sin ningún motivo especial-
Carlos lo miró angustiado. La situación resultaba descabellada e irreal, pero su amigo estaba en lo cierto. A las cinco en punto sucedieron cada uno de los trágicos acontecimientos. A esa hora de la tarde o de la mañana, sucedían las cosas malas.
Pero, ¿por qué?
- Tenemos que salir de la casa o nos atrapará.
Carlos echó un último vistazo a las mochilas. Ya no le parecieron tan importantes. Su mundo y sus valores acababan de cambiar.
Por unos instantes reinó un silencio prolongado entre ambos, fue como si tuvieran miedo de moverse. De pronto ganó la puerta.
Abajo se escucharon andar de tacones, agua del grifo, trastear de cacharros y los chasquidos de una podadora.
- ¡Vamos!-exclamó intentando reaccionar-
Salieron al pasillo y mientras descendían por las escaleras, las luces empezaron a encenderse y apagarse.
Por un momento se volvieron para mirar el cuadro que presidía el recibidor superior de la escalera. Ahora el óleo descubría el lado dañado, donde un niño muerto, una momia apergaminada y corrupta, pendía dulcemente del brazo de su madre.
Siguieron bajando entre luces y sombras.
La casa cambiaba. Podían apreciarlo a pesar de lo precipitado de la huída.
- ¡Hacia la puerta!- gritó Carlos adentrándose por el pasillo inferior-
Los dos llegaron hasta el lugar por el que accedieron a la casa.
- ¿Qué esta pasando?
La pregunta quedó pendida de un hilo.
No había puerta. Simplemente no estaba. Todo era pared.
- No puede ser, no puede ser.
Susurros, nanas y risitas, palabras inhumanas, como dichas en infinidad de idiomas recorrieron cada  recoveco del corredor.
- Quiero salir de aquí- gritó Carlos lanzándose contra la pared-
Los dos, escucharon el chasquido taladrante de unas tijeras acercándose. Risas, otra vez y una nana dulce. Y tras todo ello, la sombra del relojero loco, el alquimista que desafió al propio tiempo.
Javier sonrió, se quedó parado intentando hallar una salida.
- Es el reloj- dijo como desvelando un terrible secreto-, la solución está en ese reloj.
El joven sonrió nervioso y volvió a mirar la hora.
- Nos quedan cinco minutos.
Sin apenas tiempo para pensar fueron hacia el reloj. Lo miraron como adorándolo y odiándolo al tiempo.
¿Quién era su creador?, ¿un brujo malvado del medioevo?, ¿a caso un diablo?
- ¿Destrocémosle?
Javier asintió pero se detuvieron sin atreverse a tocarlo.
El reloj ya estaba arruinado por el tiempo. Los dos sabían que aunque  estropearan engranaje por engranaje continuaría eternamente funcionando. Era así de simple.
El miedo se abalanzó sobre sus corazones.
- Necesitamos encontrar una salida, quizá las ventanas- dedujo Javier-
Buscaron con desesperación ventanas mas no las hallaron. Estaban emparedados en aquella maldita casa. Finalmente optaron por ir a la cocina pues por ella podía accederse al jardín. De nuevo cruzaron por el pasillo y entraron  en el interior de la misma.
Carlos permaneció mudo, mirando la mesa. Estaba perfecta, como aguardando a los comensales. Allí estaba la silla presidencial de don Basilio y en el otro extremo la de doña Anabel con una trona para su bebé.
A los lados quedaban las sillas de los demás, el pobre don Pablo, don Gustavo, su familia y la de la desdichada  Agustina. Pero había cambios. Ahora descubrieron dos sillas más.
Los dos se miraron aterrados. Desde aquel instante comprendieron que estaban perdidos.
Sobre la mesa muy ordenadamente descubrieron dos nuevos platos, con sus correspondientes cubiertos. Ellos serían sin la menor duda, los nuevos invitados.
Carlos no lo resistió. Comenzó a balbucear incoherencias.
- No puede ser, no, no puede ser…
Javier se volvió despacio. Una calma atroz le envolvió por completo.
- Es el maldito reloj- aseguró  al tiempo que giró y fue decidido hacia él- Busquemos la llave, quizá si lo accionamos podamos cambiar el curso de las manecillas.
Sin embargo, Carlos, no le siguió. No podía hacerlo.
Trató de buscar su mirada, pero  la rehuyó.
Javier hizo ademán de recuperarlo, pero desistió. Su amigo aceptó la situación con una atroz serenidad.
A pesar de sus esfuerzos, no pudo moverle de su silla.
Fue como si no pareciera darle ninguna importancia a todas las demás cosas.
Pertenecía a la casa.
Ambos eran la casa.
Gritó desesperado y fue al pasillo.
Cuando llegó  hasta el reloj sonó la primera de las campanadas.
Era la hora. Una luz anaranjada lo envolvió por entero al tiempo que oyó el terrible eco de los engranajes y muelles rotos.
Javier escuchó palabras, frases de siempre que parecían darle una funesta bienvenida. Oyó el desquiciante alarido de Carlos, pero  todo fue en vano.
El relojero surgió por el corredor.
Caminaba encorvado y su rostro antes bonachón mostraba la realidad de una mascara corrompida. Sus cabellos lacios y largos, le colgaban blancos por los lados de la cara. Le resultó repugnante su presencia, sus ojillos hundidos, sus pómulos salientes y sus dientes torcidos y amarillos.
Entre sus manos portaba una llave grande, antigua e inalcanzable.
Las campanadas sonaron con lentitud, una tras otra.
Después, la luz naranja se hizo vivísima y entonces la voz de Agustina sonó con total cordialidad a sus espaldas.
- ¿Se quedarán  a cenar los señores?   
                                                                (a Javi)            


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